En tres semanas se celebra el Día Internacional para a Erradicación de la Violencia de Género, una efeméride que, mirando alrededor, debería recordarse a cada momento, como en su día se hizo con la violencia terrorista. Esa celebración es aún más necesaria en un país en el que, como el nuestro, es legítimo que montar una fundación panameña para, con la excusa de la defensa de los valores varoniles, participar en la lucrativa lucha de poder por ver quién se hace con el negocio de la derecha de la derecha, donde la experiencia indica que la rentabilidad política se mide en privatizaciones y desmantelamientos.
Del folclore, sin embargo, pasamos a la realidad. Que exista una especie de red paralela o machosfera, para vilipendiar e insultar a las mujeres por el hecho de ser mujeres, nos debería empezar a preocupar, porque aquí, aunque también hay negocio, hay un caldo de cultivo para una juventud que, abandonada por un sistema educativo ya casi testimonial, se entrega a los delirios de grandeza de una masculinidad de boina y varón dandy.
Que España arrastra un grave problema social con las violencias machistas es una obviedad, y una de sus causas es que buena parte de la sociedad sigue sin implicarse, mirando para otro lado mientras no les toque de cerca. Pasa como con la sanidad, que hasta que no te hace falta ir a una consulta, la mayoría prefiere que las administraciones se lo gasten en festivales de toda índole y en llenar con turistas hasta las azoteas, aunque solo sea para que nos caigan las migajas de los salarios de infamia. La diferencia es que, a buen seguro, todo el mundo conoce a una mujer a la que han intentado agredir sexualmente, a la que han menospreciado, que cobra menos por ser mujer, que es la que se queda cuidando a menores o a dependientes, que es la que siempre cocina, la que tiene la lista de la compra en la cabeza, la que piensa en qué vamos a comer mañana, la que se levanta a por el vaso de agua, a la que han pagado, a la que han insultado o a la que han matado.