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Se ha puesto de moda que cada cierto tiempo salga a pasear la vieja guardia del PSOE para intentar marcar el paso. Ellos, ya que la mayoría son señores, se creen los guardianes no solo de la esencia de un partido que ya defendía la justicia social antes de que nacieran, sino los auténticos protagonistas de eso que llaman «Transición».
La democracia, sin embargo, es como el feminismo, no es de nadie y es de todos y todas quienes crean en la igualdad entre los seres humanos, en la justicia y en la libertad de cada quien para poder llevar su vida como mejor crea. Esas viejas glorias, en términos democráticos, no suponen más de una docena de votos, equivalente a cualquiera otros.
Este grupo de señores, casualmente accionistas de esta o aquella empresa multinacional o asesores de no se sabe qué de la otra, hablan desde el más allá sobre cosas del más acá, creyendo que España es esa entelequia uniforme de hombres y mujeres que creen que la españolidad, como los aviones, siempre pasan por Madrid.
La explosión de las diversas alternativas a la izquierda del PSOE, sin embargo, no ha hecho más que hacerle un favor al propio PSOE, cuya inmensa mayoría de militantes ahora recuerda dónde están sus orígenes.
Dicen los medios norteamericanos que se está viviendo una nueva era de la sindicación en EE.UU. Trabajadores y trabajadoras se han dado cuenta de que el neoliberalismo los engatusó con la individuación y terminaron creyendo que la negociación personal era más eficaz que la colectiva. De aquellos polvos estos lodos. Bien haría el PSOE en mantenerse en el siglo XXI, en este caótico y febril equilibrio de la plurinacionalidad que hace que la vida ya no sea en blanco y negro
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