Que la corrupción política es un grave problema de Estado no se le escapa a nadie en este país. No solo por el ingente ... presupuesto público —dinero que aporta la ciudadanía con sus impuestos— que se pierde cada año, muchas veces de forma impune, sino también por el profundo daño social que genera.
Desde el rey hasta el peón de obra en una imaginaria escala social, apropiarse de lo que no es de uno no solo constituye un delito; también es moralmente reprobable.
Sin embargo, en España parece haberse instalado una curiosa dualidad ética. Desde los tiempos de aquellos «espabilados» de la era González, hay corruptos Robin Hood y corruptos Darth Vader. A unos se les lava la cara, a otros se les hunde en el fango, y todo ello de forma tan aleatoria como los vientos políticos que recorren Europa: unas veces de izquierda, otras de ultraderecha.
Y ello es relevante tras las recientes declaraciones del señor Feijóo, líder del PP, quien parece haber descubierto que en España «se juega». A sus ojos, la corrupción «insoportable» está en el Ejecutivo central, mientras que los escándalos que afectan a su entorno —desde el PP de Madrid hasta el exsecretario de Estado de Seguridad, Francisco Martínez, o la policía patriótica de Fernández Díaz— son simplemente «casos aislados».
Ese relato selectivo sirve, una vez más, como excusa para movilizar a su electorado en la calle contra el Gobierno. Pero aquí conviene hacer una distinción importante. Las manifestaciones y protestas son un instrumento legítimo de la sociedad civil para expresar su malestar o exigir atención a causas que no encuentran eco en el atril del Congreso. Cuando es un partido político con representación parlamentaria el que recurre a esta vía, la cosa cambia: lo que pone de manifiesto no es tanto su capacidad de movilización como su incapacidad e impotencia para ejercer la política desde las instituciones.
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