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De niña lo más normal del mundo era abrir el primer cajón de la cocina y encontrar entre tornillos, bolas de collares y coladores, ... cajas de fósforos y velas. Unas velas blancas, sin perfume, que olían a cera pura y se gastaban poco a poco cada vez que se iba la luz. Era algo casual, pero frecuente. En muchos casos, bastaba con enchufar al mismo tiempo la televisión y la batidora para que saltaran los plomos —el precedente del cuadro eléctrico actual. Entonces alguien los «cambiaba» y se hacía la luz por arte de magia. Pero otras veces, la oscuridad no era cosa de casa: toda la calle se quedaba a oscuras, y en esos casos no había cobre que sirviera.
Durante el apagón, no solía pasar nada más grave que quemarte los dedos con la cera si te acercabas demasiado a la vela o intentabas llevarla de un lado a otro. La oscuridad era incómoda, pero no causaba alarma. Nadie hablaba de trauma, ni de ansiedad, ni de desesperación. Nadie bajaba corriendo a la calle para compartir la experiencia en una terraza con cerveza en mano. Tampoco generaba estrés la desconexión, porque en realidad, la falta de luz no afectaba al habla, y siempre había alguien con quien charlar, aunque fuera de ventana a ventana.
No digo que la vida fuera mejor, ni mucho menos. Nuestra vida hoy es sin duda más cómoda y confortable gracias a la tecnología. Pero ese confort también nos ha vuelto más vulnerables. Tanto, que apenas soportamos un pequeño contratiempo: quedarnos sin luz durante unas horas, o sin internet durante otras tantas, toma proporciones de catástrofe, apocalipsis, caos. Nos cuesta esperar, nos angustia no estar disponibles, nos agobia no tener control.
Y todo eso se multiplica cuando la incomodidad afecta el centro del país, que digo, del universo: Madrid. Porque, en contra de lo que piensa Ayuso, Madrid no es España. Es solo una parte. Pero ya se sabe, quien hace el relato, cree que el resto no existe.
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