La monotonía ya le ha ganado el pulso a la novedad
Día 36 de cuarentena. Suena el despertador a las 8.00 horas, me levanto, desayuno, recojo un poco y a las 9.00 empiezo a trabajar. A un metro de la cama, claro. A eso de las 11 y media subo a Valsequillo. A veces en coche, otras en moto. La cuestión es tener los dos vehículos activos. Una vez llego a la finca, pongo agua a Debra y a Cune. Ambos están un poco tiesos. Achaques de la edad, pero también de las salvajes cacerías que se pegan a diario persiguiendo gatos, ratones y conejos por la inmensa parcela. A la Stafford mezclado con vete a saber qué ya la he llevado dos veces al veterinario en las últimas semanas. «Dos pastillas diarias y reposo», me dicen. ¿Reposo?, antes dejaría de respirar la loca de Debra. En fin, una vez los perros están atendidos, me tomo el sagrado café solo y sin azúcar con mi padre, leo el periódico y salimos a dar un paseo (por la finca, tranquilos, no denuncien). Varias llamadas de trabajo, repaso de las medicinas y, si no hace falta nada del supermercado ni de la farmacia, vuelta a Telde.
Almuerzo viendo Cuba Libre, de Netflix, una serie-documental que me transporta a mi maravilloso viaje a Cuba del pasado verano y con el que confirmo que un confinamiento como este sería imposible en el país caribeño. Sería lo único que les faltaba. Y a eso de las 15.30, vuelta al trabajo. Telde en vena hasta a que a las siete y pico cojo la correa y, quiera o no Tomy, toca vueltita con mi yorkshire fox terrier por Los Llanos. Al regresar a casa, ducha, alguna videollamada, cena y Suits o La Casa de Papel. Voy rotando. Ah, y si da tiempo un Fifa cae también. Pero a las 11.45 al catre, que las ocho horas de sueño hay que respetarlas en la medida de lo posible. Con Annabelle, de Lina Bengtsdotter, en el libro electrónico termina claudicando mi amena jornada.
No está mal, ¿no? Para encontrarnos en medio de un riguroso confinamiento que, a diferencia de otros países en donde los más pequeños pueden salir o el deporte al aire libre está permitido (anímate Sánchez), las libertades son casi testimoniales, llevo un ritmo de vida seguramente envidiable para la gran mayoría.
¿El problema? Que mañana, las 24 horas serán iguales. Y pasado. Y el otro, y el otro, y el otro... Vaya coñazo de monotonía. Ese sentimiento de estar viviendo algo histórico y la novedad ante un cambio de rutina tan drástico ya se ha diluido. Esto empieza a ser insufrible. Un poco de ocio, por favor. Me estoy enganchando al TikTok después de reírme de los «niñatos» que están pegados a esa aplicación. Promuevo partidas de parchís entre mis amigos, tengo decidido raparme la cabeza por segunda vez la cabeza... ¿Qué será lo próximo? Se me acaban las ideas.
Cuanto echo de menos coger mi sillita y tirar para la playa, jugar al pádel, irme de cañas, ver una película en el cine, volver al gimnasio, jugar a los bolos (he ido dos veces en los últimos años, pero ahora es lo que más me apetece en el mundo), salir de fiesta... Vivir. Cuanto echo de menos vivir. Y ustedes también, lo sé. Pero toca seguir resistiendo porque cada vez queda menos -no sabemos cuanto, pero quedar tiene que quedar menos por narices- y meternos en la cabeza que si seguimos así, como dice nuestro hashtag, lo conseguiremos.