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Estos días se ha desatado una controversia respecto a si la Federación Española de Fútbol pudo haber hecho más para que Brahim Díaz, que juega en el Real Madrid, defendiese los colores de la selección española. El centrocampista tenía dónde elegir, España, el país en ... el que nació, o Marruecos, al tener ascendencia marroquí por parte de padre.
Su caso, dada su fama, ha llenado titulares y ha puesto el foco, aunque sea de manera colateral, en lo mucho de bueno que puede tener una sociedad diversa y en el saldo positivo que también reporta la inmigración, tan denostada por parte de la sociedad.
No hace nada, aunque con mucho menos eco mediático, trascendió el lamento de Ilia Topuria, flamante campeón del mundo del peso pluma de la UFC, porque, pese a que en los medios su victoria se vendió como un triunfo para el deporte español, tuvo que pasar por el control de inmigración, como todos los ciudadanos extranjeros, a su llegada al aeropuerto de Madrid, de vuelta del combate.
Este deportista nacido en Alemania con ascendencia georgiana lleva residiendo y entrenando en España desde 2012, pero hasta ahora la burocracia le había escamoteado su derecho al pasaporte español. Hasta que alcanzó la gloria y ahora, mira tú por donde, tiene que ser español sí o sí. Su expediente llegó al Consejo de Ministros y se le dio la nacionalidad por carta de naturaleza, una fórmula legal para un dedazo en toda regla.
Se le otorgó como si fuera un privilegio y no como lo que es, un derecho que hasta ahora se le había negado. Me pregunto cuántos hay como Topuria, invisibles a los focos mediáticos, que aportan y sirven a este país durante años sin que España, aun cumpliendo los requisitos, les dé lo que por ley les corresponde.
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