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Hagamos, aunque de forma improvisada y a riesgo de dejar elementos en el tintero, una especie de inventario de hechos conocidos en los últimos meses y en los que se pone en evidencia que la fiscalización del poder público funciona. Mejor o peor, pero funciona.
Tenemos, por ejemplo, a un presidente del Gobierno con su esposa y su hermano investigados en sede judicial. Una investigación que se centra, en el primero de los casos, precisamente en determinar si ella se benefició de la condición de ser 'esposa de', unas pesquisas que ya han llegado hasta cargos de confianza de la mismísima Presidencia del Gobierno. Y en el marco de esa investigación, hemos asistido a algo sin precedentes en democracia:la toma de declaración en Moncloa al presidente en calidad de testigo, con el jefe del Ejecutivo ejerciendo actuaciones contra el juez y viendo cómo decaían en las instancias judiciales.
Tenemos nada menos que al mismísimo fiscal general del Estado investigado por el Tribunal Supremo, con cita ya fijada para declarar y con varios de sus subordinados igualmente imputados. Una investigación que también se orienta a las conexiones presuntas con el poder político y en concreto con la Presidencia del Gobierno y el Partido Socialista.
Tenemos a un exministro y exsecretario de Organización del partido que gobierna bajo la lupa del Tribunal Supremo y a un paso de que el pleno del Congreso dé el plácet para que continúe en esa instancia la investigación. En este caso, hablamos de presunta corrupción, con varios altos cargos que lo fueron o lo que siguen siendo en el radar de la Unidad Central Operativa de la Guardia Civil.
Tenemos también a la pareja de una presidenta autonómica sometida a una escrupulosa (como debe ser) inspección fiscal que deriva en una causa judicial por presunto fraude y que lo coloca también bajo la lupa de la Justicia.
Tenemos comisiones de investigación sobre contratos públicos abiertas en el Senado y varias autonomías, incluida Canarias. Por allí están desfilando altos cargos públicos y orgánicos de partidos, además de empresarios, técnicos, funcionarios y profesionales de todo tipo que declaran bajo la obligación de decir la verdad.
Y hemos asistido incluso a cómo se escrutan la vida, obra y negocios del que fue jefe del Estado y las implicaciones en sus sucesores, incluyendo a quien ostenta la corona.
Dicho todo lo anterior, ¿cabe concluir que esto es una dictadura? Parecerlo, al menos, no lo parece.
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