El fracaso de una sociedad
Papiroflexia ·
Los tristes incidentes de los últimos días confirman una crisis de valores y educaciónEn momentos de crisis, como la que estamos viviendo con la pandemia del coronavirus, se necesitan mensajes claros y sin ambages. Sin tiritas ni edulcorantes. En tiempos de confusión y miedo, la comunicación la tiene que liderar los especialistas que dominen el conflicto en cuestión. Emitiendo datos precisos, omitiendo juicios de valor y discursos interesados. Por mucho que duela o atemorice la realidad.
Informar no es sinónimo de alarmar. Lo contrario es autocensura. Pero hay que informar con rigor. Si los responsables de hacer los balances, de comunicar a la ciudadanía lo que está pasando, tienen una responsabilidad con la sociedad; los medios de comunicación también la tienen en la generación de ideas, de opiniones. En la generación de tensión o paz social en momentos de crisis en el que el ruido se impone. En la generación de violencia.
Muchos caen en la tentación del titular fácil e impreciso, lo que contribuye a la pérdida de credibilidad de los medios en su globalidad. Y la sociedad también tiene una responsabilidad en el consumo y manejo de la información. Internet y las redes sociales no son medios de comunicación. Cada ciudadano tiene que saber seleccionar las fuentes a las que acude, y comparar para hacerse una composición amplia de lo que sucede y no contribuir a la confusión dando pábulo a discursos interesados, mentiras o verdades a medias que se leen en Facebook o llegan en un mensaje de whatsapp.
La violencia social se está apoderando de la vida cotidiana. Todos somos sospechosos. Desde los hechos de inseguridad habituales, pasando por la amenaza y las consecuencias de la enfermedad, la presión por la llegada masiva de inmigrantes y hasta en acciones de la convivencia diaria. La violencia se ganó un lugar en nuestra forma de interactuar con los demás hace casi un año. Una manera normalizada de arreglar los problemas. Los tristes episodios de los últimos días son contados casi con normalidad, como si la inmigración fuese sinónimo de bandidaje.
Vivimos en una sociedad frustrada en la que cualquiera puede ser enemigo. Más si es extraño y tiene otro tono de piel. Esta decepción termina generando una actitud negativa y entonces aparece la violencia como desahogo. Buscar un chivo expiatorio en el inmigrante para proyectar nuestros errores y sentimientos frustrados es la constatación del fracaso social de un pueblo que presumía de ser abierto y hospitalario. Y de unas instituciones que no han sabido gestionar una realidad.