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Del mismo modo que los incendios se apagan en invierno, el desastre climático se podría frenar antes de que ocurra un accidente sin retorno. El fuego, las inundaciones o los huracanes despiertan solidaridad, pero toda esa energía será absorbida sin remedio cuando alguna catástrofe final derrumbe el equilibrio del planeta. No es verdad que la estirpe humana podrá disfrutar de una segunda oportunidad sobre la tierra, eso fue una majadería de García Márquez para terminar su libro.

Mientras los humanos prefieran al ruin antes que al prudente, al canalla antes que al justo, y mientras la economía siga exaltando la avaricia, el hielo seguirá derritiéndose. Sólo la especie humana es capaz de destruir en un día el espacio milenario de la vida, y en este último siglo se ha alcanzado ya la plena potencia para cumplir ese destino. Basta con apretar el botón, basta un despiste. Basta que en los centros de mando se reúnan los suficientes imbéciles capaces de dar el golpe; ahí están ya los Trump, Putin, Bolsonaro y compañía dispuestos a probar suerte. La decidida apuesta por el armamento nuclear acelerada en los últimos meses por estos incautos es una forma más, acaso la más rápida, de mandarlo todo al carajo a la mayor brevedad posible. De una forma u otra apretarán, porque el daño ajeno les parece rentable.

Las reuniones y demás concentraciones pacíficas para frenar al desastre climático resultan simpáticas, facilitan contactos al comienzo del otoño, que siempre fue bonito en Nueva York. Pero si nada obliga a estos personajes a tentarse la cartera, los manifiestos tendrán el valor del papel quemado. No basta con limpiar mares y barrancos para impedir más destrozos. Es urgente acabar con el delirio de estos locos.

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