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La economía española se ha mostrado más resistente al embate de la pandemia y los estragos derivados de la guerra de Ucrania de lo pronosticado por las previsiones más templadas y por las más agoreras, aunque conviene recordar que el nuestro es el país, junto a Italia, más auxiliado por los fondos europeos activados a raíz de la covid-19.
Una resiliencia, en términos de crecimiento, actividad y, sobre todo, de empleo que se está haciendo compatible con una agudización de la vulnerabilidad en los hogares más desprotegidos frente a una inflación que sigue disparada donde más angustia, en la cesta de la compra. La ciudadanía ha salido a flote de dos crisis titánicas –la gran recesión de la primera década del siglo y el confinamiento por el coronavirus– con el lastre colectivo que supone que quienes eran más frágiles, más desiguales, lo sean hoy aún más en un contexto amenazante, por ende, a causa de la invasión rusa.
Por eso no cabe que el Gobierno se solace en la convicción presidencial de que la economía va «como una moto». Y por eso no cabe que quien aspira a conformar otro Ejecutivo olvide, si lo logra, la necesidad de hacerse siempre consciente de las penurias de aquellos que más acusan las dificultades.
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