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Antes de que Emmanuel Macron adelantara las elecciones legislativas con el objetivo de frenar a la extrema derecha, su partido gozaba de una holgada mayoría en la Asamblea Nacional francesa. Tras el endiablado reparto de fuerzas que salió de las urnas, ha tardado 51 días en nombrar un primer ministro que pueda gobernar con un Parlamento fracturado en tres bloques irreconciliables de similar peso.
La designación del conservador Michel Barnier ignora el triunfo de la coalición de izquierdas Nuevo Frente Popular, que el presidente ha intentado sin éxito romper para configurar una alianza moderada de amplio espectro a su gusto.
La frontal negativa de ese grupo a apoyar al excomisario europeo -miembro de Los Republicanos, la cuarta fuerza del país- deja su Ejecutivo en manos de Marine Le Pen, que ha dado su visto bueno a la elección. Es decir, de la ultraderecha que Macron pretendía neutralizar, lo que le pone en evidencia. El muy discutible uso de sus potestades presidenciales amenaza con abrir «una crisis de régimen», en palabras de los socialistas, y ha agitado las calles con movilizaciones como la de ayer, mientras Francia se expone a un bloqueo político en medio de la incertidumbre.
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