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La Constitución Española recoge en sus artículos 85 y 86 la figura del decreto-ley y lo hace con la siguiente descripción: «En caso de ... extraordinaria y urgente necesidad, el Gobierno podrá dictar disposiciones legislativas provisionales que tomarán la forma de decretos-leyes y que no podrán afectar al ordenamiento de las instituciones básicas del Estado, a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I, al régimen de las Comunidades Autónomas ni al Derecho electoral general».
Esta semana, el Congreso de los Diputados tumbó el llamado 'decreto ómnibus' del Gobierno de Pedro Sánchez, una especie de 'cajón de sastre' donde entraban cuestiones tan diversas como la subida de las pensiones y del Salario Mínimo Interprofesional; la prórroga de los descuentos en el transporte público; la prohibición del corte de suministros básicos y de desahucios a personas vulnerables; las ayudas a las zonas afectadas por la Dana de octubre de 2024; la continuidad de los fondos para la reconstrucción de La Palma tras la erupción de 2021 y la entrega al Partido Nacionalista Vasco del palacete de París que fue sede del Gobierno de esa autonomía en el exilio.
De entrada, es obligado preguntarse si se dan las condiciones de «extraordinaria y urgente necesidad» en todas las materias, o esa urgencia es, en todo caso, la de un Gobierno y un presidente instalados en una huida hacia adelante que pasa por aceptar peajes como el de la entrega de ese palacete parisino a cambio de mantener amarrados los votos del PNV. En cuanto a las ayudas a La Palma, seguir aferrados a una vía exprés como el decreto para una necesidad que surgió en 2021 tampoco tiene justificación.
Pero hay otro argumento de peso para señalar al Gobierno como el responsable del desaguisado: el mecanismo parlamentario de convalidación de los decretos no permite un voto por separado de los contenidos incluidos. La única vía para ello es la tramitación como proyecto de ley, una fórmula alternativa que facilita, a través de las enmiendas, introducir cambios y, por tanto, corregir el texto inicial e incluso suprimir parte de su contenido.
El Gobierno no optó por la tramitación como proyecto legislativo a pesar de que era consciente de la fragilidad de su mayoría parlamentaria, de manera que sometió a los partidos a una especie de chantaje: o todo o nada. Y salió nada porque, para empezar, uno de los partidos que ayudaron a la investidura de Sánchez volvió a abandonarlo: Junts. Aquel argumento de que la amnistía a Carles Puigdemont y compañía serviría para que Junts volviese a implicarse en las cuestiones de Estado está demostrando ser una falacia, entre otras cosas porque el partido independentista catalán se siente engañado por Pedro Sánchez.
Así las cosas, ¿qué debió haber hecho el Gobierno? Primero, sentarse con sus teóricos socios parlamentarios para calibrar qué apoyos reales tenía. En segundo lugar, aprobar varios decretos por separado para cada materia si de verdad se daban las condiciones de «extraordinaria y urgente necesidad» que fija la Constitución. Y, si veía en riesgo lo primero, haber optado por la vía de la tramitación como proyecto de ley.
¿Y qué debe hacer ahora? Arreglar el desaguisado con una batería de decretos por separado. Es evidente que en las votaciones la cuota de responsabilidad reside en cada actor que emite su decisión, pero cuando se gobierna sin mayoría absoluta, hay que atender la realidad de las Cortes. Y si el Ejecutivo hace mal las cosas desde el principio, ya sea por impericia o a propósito -en este caso, por lo segundo-, la culpa es suya y la obligación de remediarlo, también. En esto último sí hay una «extraordinaria y urgente necesidad», como también en saber si Sánchez cuenta con apoyos para seguir. Y sobre ello hay otro mecanismo constitucional perfectamente regulado y que ya le ha planteado Junts: la cuestión de confianza.
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