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La ciega pereza de Europa

Bardinia ·

El 27 de febrero de 2011, escribí y publiqué este texto:

Emilio González Déniz

Las Palmas de Gran Canaria

Martes, 15 de marzo 2022, 08:46

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«En los últimos 50 años, Europa ha vivido la etapa más próspera de su historia, y se ha creado la idea de que siempre fue así, que las calamidades y la miseria solo sucedían en otros continentes, y que en Europa había dificultades cuando las naciones entraban en guerra o la asolaba la peste, el cólera o una catástrofe natural como el terremoto de Lisboa. No es verdad, Europa es un continente muy castigado por todo tipo de desgracias. Desde la época de los romanos, los europeos se han peleado por fronteras, religiones y etnias. Queda esa sensación de que es la cuna de la civilización occidental, pero también lo es de los genocidios y la intolerancia. Como dato, en la hoy próspera y ejemplar Austria, que fue durante los dos últimos siglos un centro generador en muchos aspectos (político, intelectual, científico), después de la II Guerra Mundial y hasta bien entrados los años cincuenta hubo una hambruna, hasta el punto que muchos niños fueron evacuados a otros lugares de Europa para que comiesen tres veces al día. El Reino Unido también pasó hambre por esa época, y ni en Francia o Alemania se vivía prosperidad. Sobra hablar del sur de Italia, de Grecia, España y Portugal, porque sabemos cómo fueron aquellos años terribles. Europa está perdiendo una oportunidad de oro en estos momentos, y los errores que hoy se cometan (por acción u omisión) pueden traer consecuencias futuras no deseables. Así que, no creamos que Europa está vacunada contra los desastres, pero al contrario que otros lugares con menos recursos, tiene la ocasión de evitarlos, y para ello hace falta una generación de políticos, empresarios e intelectuales que dé la talla. Esa es la gran pregunta: ¿Los tenemos?»

No hacía falta ser un historiador erudito ni, por supuesto, futurólogo, bastaba con sumar dos más dos (en este caso restar). En los manuales básicos de Filosofía explica claramente que toda causa tiene su efecto; por consiguiente, salvo calamidades naturales, todo lo que sucede no es por casualidad, es por causalidad. Incluso algunas catástrofes que se tienen por imponderables de la Naturaleza, tienen su origen en actos anteriores, como ciertas inundaciones, incendios o sequías. El cambio climático acelerado que se nos echa encima es un ejemplo claro de ello. ¿Cómo es posible que esa oportunidad europea de la que hablaba hace más de una década no estuviera clara ante los ojos de las clases dirigentes de todo el continente y aledaños, con sus asesores, consejeros y especialistas en algoritmos que utilizan para todo, y podía vislumbrarla cualquiera? Bastaba con tener dos dedos de frente, pero por lo visto nadie los tenía (o no los usó) en el rimbombante Parlamento Europeo, en la Comisión Europea y en el Consejo de Europa. No solo no fueron capaces de sacar una conclusión básica con lo que estaba sobre la mesa, sino que caminaron en sentido contrario, y un ejemplo claro es el Brexit, que no es solo culpa de los británicos.

Los nacionalismos jugaron un papel definitivo en el enconamiento Londres-Bruselas (¿o debo decir Berlín?) Debido a su innegable potencial económico, Alemania influyó sustancialmente en las soluciones a la crisis financiera de 2008. La canciller alemana Merkel paseaba por el mundo un prestigio que no sé muy bien en qué se basaba, y a pesar de que era evidente, por los resultados, que las políticas deberían ir en sentido contrario para salir del bache (lo demostraba cada día Estados Unidos) ella tenía agarrado por el cuello al BCE y con las políticas de restricciones remachó el clavo. Este empeño, por ejemplo, no es ajeno a que Londres se sintiera con una mano atada (la otra era la libra, porque nunca entró en el euro), mientras Francia paseaba su Grandeur en la invisibilidad de Hollande y la incapacidad de Macron para capitanear el otro portaaviones de la economía continental y única potencia nuclear de la UE. Los demás

nada podían hacer. Y así, Europa fue aminorando y languideciendo hasta que la despertó de su modorra un virus que, por fin, hizo que se pusiera las pilas, ojalá que no demasiado tarde.

Entonces la OTAN parecía estar escondida, y en la debilidad rusa, que aplaudía de dientes afuera, fue sumando al Tratado a países que hasta 1989 eran antagonistas desde el Pacto de Varsovia. Era una forma de humillar a Moscú. Europa tendría que haberse opuesto, pero una vez más tragó con las decisiones de Washington, y le reían las gracias a Putin cuando machacaba a Georgia o reforzaba al sátrapa de Siria. Ahí Europa perdió la oportunidad de plantarse y hacer su propia política de defensa unitaria, ya que el presupuesto militar de los 27 países que la conforman suma cuatro veces el de Rusia, ojivas nucleares aparte. Es dinero malgastado porque no hay una línea conjunta y cada uno va a su bola. Eso sale carísimo, y no solo en dinero.

Lo que se veía venir ya está aquí. Parece que hay unidad de Europa en este caso, pero siempre con la tutela de Estados Unidos. Lo triste que es hay unidad ante una guerra en el corazón del continente, pero lo deseable habría sido que no hubieran perdido el tiempo en nacionalismos y reproches Norte-Sur, o en arrasar económicamente a Grecia (por poner un ejemplo) y con una Europa unida y preparada. A Putin (que es un fanático sanguinario, pero no tonto) no se le habría ocurrido ni en sueños atacar Ucrania. Si lo vieron, son culpables de desidia y casi diría que de traición; si no lo vieron, la respuesta a mi pregunta final de hace 11 años es negativa: no hemos tenido dirigentes que supieran leer los vericuetos de la historia, algo tan obvio que hasta lo escribió hace once años un columnista ultraperiférico en un puerto insular de la Quinta Puñeta. Y ahora, a ver quién le pone el cascabel al gato. A mí no me pregunten.

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