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Érase una vez un astro en el que, hace veinte millones de años, un grupo de homínidos fue evolucionando morfológicamente, a la vez que desarrollaba una serie de facultades y perdía otras. Entre las que más avanzaron, es determinante el cerebro, y como consecuencia un lenguaje articulado que luego fue gráfico, y así consiguió poco a poco un superioridad intelectual y unas habilidades que pudo transmitir a las generaciones siguientes, lo que hizo posible que hoy una persona pueda construir y realizar acciones que se considerarían mágicas tan solo hace un par de siglos, y los otros animales siguen teniendo hoy la mismas posibilidades que hace treinta mil años, de manera que las capacidades intelectuales hicieron a los seres humanos los dominadores absolutos del planeta. Comparados con cualquier otra especie, se extendieron y multiplicaron en proporciones geométricas. Es decir, después de miles de años de evolución y aprendizaje, los humanos marcaron el ritmo de la vida en La Tierra, hasta tal punto de que ha ocurrido lo que hasta no hace demasiado era impensable: que esa población tan desarrollada en todos los aspectos, tenga la capacidad de autodestruirse.

Desde hace décadas, hay evidencias científicas de que la vida en La Tierra se ponen en peligro por la contaminación de toda índole en el suelo y en el agua, por la masacre biológica que significa la desaparición de elementos tan cotidianos como los árboles, por la escasez cada vez más acusada de agua potable, porque los humanos son capaces de cambiar el curso de los ríos, como ha ocurrido en el lago salado Aral (llamado también Mar de Aral), un mar interior de Asia central que hasta hace sesenta años tenía una superficie de casi 70.000 kilómetros cuadrados, y hoy solo cubre apenas la décima parte que entonces, y que a este ritmo desaparecerá en pocos años. La causa es el ser humano, porque en los años sesenta del siglo pasado la URSS decidió hacer trasvases en los ríos Amur Daria y Sir Daria, que alimentaban desde hace milenios esa joya de la naturaleza. Es decir, puede decirse que los humanos han desecado un mar interior cuarenta veces más grande que el Mar Muerto.

Podría detenerme en la lista de disparates ocasionados por La Humanidad, como la tala suicida que se hace actualmente en la selva amazónica, los vertidos químicos o la cantidad de agua que se consume para conseguir los llamados pantalones vaqueros «a la piedra» e innumerables acciones que solo responden a la lógica del dinero. Para muestra vale un botón, y de poco sirve lo que la ciencia tiene por cierto, si no se hacen movimientos reales para resolver algunos problemas o para paliar otros porque ya hay un daño irreversible. Queda claro por tanto que ese ser humano no evolucionó debidamente, o llegó demasiado lejos, porque los animales actúan con la lógica de la supervivencia, cosa que los llamados reyes de La Tierra no hacen, aunque eso no es de ahora, siempre fue así, pero que hace siglos la capacidad del homínido para destruir era más limitada. Por eso el planeta no se ha convertido en un nuevo Marte.

Por si fuera poco la somanta de despropósitos que inflige el hombre al único espacio en el que puede vivir, La Naturaleza tampoco se priva: volcanes, inundaciones, sequías, huracanes, terremotos. En estos días, estamos teniendo noticias del horror del seísmo en Siria/Turquía. No hay palabras para describir la catástrofe material y humana de tanta destrucción, y el modo en que cambia la vida de los supervivientes, porque todo el mundo está atento en los primeros días, hay ayudas, equipos que se desplazan y una imagen de solidaridad que emociona. Luego quedan millones de personas sin casa, sin trabajo, a menudo sin abrigo y comida en un frío invierno, con ha pasado en Haití, o sucedió en

Managua hace muchos años. También ha salido a cuento la avaricia, que es la que ha permitido que constructores, arquitectos y más de un político hayan hecho un gran negocio construyendo sin garantías, porque sucede que hay modos de construir edificios que resistan fuertes terremotos, pero eso solo se hace en casos excepcionales, nunca en las viviendas de la gente más humilde. Las fotos delatan esa diferencia, tanto en la ya lejana catástrofe de Managua, como en las más recientes en México o Chile. Se ven edificios robustos, casi siempre palacetes oficiales, que resisten en pie en medio de las montañas de escombros en las que se convirtieron las casas de la gente.

Otro problema, parecido a la majadera costumbre de poblar las escorrentías que tarde o temprano se llevarán por delante lo que nunca debió construirse allí, es el de los lugares de mucha frecuencia símica, como ocurre en la zona del reciente terremoto, porque hay zonas que, por confluencia de placas continentales o por fallas en la corteza terrestre, se mueven con frecuencia (en España está la zona de la ciudad de Lorca), y a veces es inevitable la caída de edificios por muy bien construidos que estén. Ya sé que construir con sistemas a prueba de seísmos es más caro, y todavía mucho más crear una nueva ciudad de la nada en terreno menos proclive a temblar. Pues con lo caro que es eso, lo es muchísimo más una guerra, incluso la prevención de ella (eso que llaman Defensa), y no se miran gastos en aviones supersónicos, en tanques sofisticados o en misiles avanzados que lastran muchos presupuestos. Un portaaviones cuesta más que una ciudad mediana, y todos estos artilugios solo sirven para destruir. Así de evolucionado está el ser humano, y ya no estoy seguro de que sea el culmen de la biología. Desde que se inventó el dinero, los humanos perdieron su indudable superioridad sobre los animales. Y si en tantos miles de años no se asumido algo tan básico, no tengo muchas esperanzas de que algo así vaya a suceder.

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