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Onagawa, en la prefectura de Miyagi, fue uno de los pueblos de la costa nipona que quedaron devastados por el tsunami del 11 de marzo de 2011. Pablo M. Díez
Fukushima, la pesadilla nuclear continúa

Fukushima, la pesadilla nuclear continúa

Se cumple una década del tsunami que provocó el peor desastre atómico desde Chernóbil, pero la descontaminación de la siniestrada central nipona durará hasta 2041 o 2051

Pablo M. Díez

Pekín

Miércoles, 10 de marzo 2021, 23:09

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El 11 de marzo es una fecha maldita en este siglo XXI. El año pasado, la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró oficialmente la pandemia del coronavirus en este día. En 2004, España sufrió su mayor atentado terrorista aquel sangriento 11-M que nunca olvidaremos. Y hace justo una década, el 11 de marzo de 2011, el planeta también vivió otra de sus mayores catástrofes: el tsunami de Japón que desató el accidente en la central nuclear de Fukushima 1, el peor desastre atómico desde Chernóbil en 1986.

Aquel viernes, a las dos y cuarenta y seis de la tarde (ocho horas menos en España), un terremoto de magnitud 9 sacudió a la costa nororiental de Japón y se sintió hasta en Tokio. Con una duración de seis minutos, fue el más potente que ha sufrido el archipiélago nipón y el cuarto del mundo desde 1900, tras los de Chile en 1960 (9,5), Alaska en 1964 (9,2) y el Índico en 2004 (9,1). Pero lo peor vino después. Unos cuarenta minutos más tarde, la costa era barrida por un tsunami que llegó a alcanzar 40 metros de altura en algunos lugares, como Ofunato, y a inundar diez kilómetros tierra adentro.

Más que olas, eran furiosas cataratas que, a toda velocidad, se elevaban sobre las playas a una altura de tres pisos y engullían bajo su torrente viviendas, coches, árboles y personas que huían despavoridas. Aunque las sirenas alertando del tsunami habían empezado a sonar tras el seísmo, a muchos no les dio tiempo a ponerse a salvo o el agua les sorprendió en los refugios en colinas y otros puntos elevados. Grabada desde el aire por los helicópteros de la televisión nipona, una mancha de agua turbia se extendía por el interior del litoral arrastrando barcos de pesca, casas de madera destrozadas, autobuses, trenes y, por desgracia, también cadáveres… los de las personas que antes trataban de huir despavoridas. Además de cobrarse más de 22.000 vidas entre muertos y desaparecidos, el tsunami arrasó 800 kilómetros de la costa nordeste de Japón y destruyó y dañó un millón de casas y cientos de miles de vehículos.

Pero luego vendría algo todavía peor. Rompiendo su muro de protección frente a la costa y alcanzando 17 metros de altura, el agua inundó la central nuclear de Fukushima 1, a unos 230 kilómetros al nordeste de Tokio. Al quedarse sin electricidad, dejaron de funcionar sus sistemas de refrigeración y se fundieron total o parcialmente tres de sus seis reactores, ya que se calentaron en exceso sin que los técnicos pudieran llevarlos a una parada fría. En los días posteriores, la alta presión provocó varias explosiones de hidrógeno que agrietaron las vasijas de contención que recubren los reactores, reventaron los muros de los edificios y expusieron sus núcleos al aire libre, escapando gran cantidad de yodo y cesio tóxicos a la atmósfera. Desde entonces, su combustible radiactivo permanece fundido en el fondo de dichas vasijas entre el amasijo de escombros que causaron las explosiones, que destruyeron buena parte de sus edificios. Las fugas radiactivas obligaron a evacuar a 80.000 vecinos que residían en un radio de 20 kilómetros alrededor de la planta atómica. Aunque algunos pueblos han sido reabiertos en estos diez años al bajar la radiactividad, los habitantes de las zonas más cercanas no podrán regresar a sus casas durante décadas o, quizás, nunca.

Aquel viernes, este corresponsal se hallaba en Pekín cuando saltaron las primeras noticias e imágenes. De inmediato, nos pusimos en marcha para tomar el primer vuelo a Tokio. Resultó ser uno que hacía escala en Seúl pero, al llegar allí, nos quedamos varados esa noche porque habían sido cerrados los dos aeropuertos de la capital nipona. Al día siguiente, y tras pasar por Osaka, aterrizamos en la ciudad de Fukushima justo cuando se producía la primera de las explosiones de hidrógeno en su central nuclear. Hubo varias más durante esa semana, en la que el Ejército y los «Héroes de Fukushima» se jugaron el tipo como «kamikazes» para contener las fugas radiactivas y que no estallaran los reactores como en Chernóbil.

Parecía una película apocalíptica, pero era la realidad. El mes y medio que pasamos en Fukushima y recorriendo la costa devastada por el tsunami fue un viaje al fin del mundo. Entre montañas de escombros, y bajo la amenaza de una nube radiactiva, el panorama era surrealista. Por todos lados había barcos varados en las carreteras, como el Kyotoku Maru, de 330 toneladas, a dos kilómetros de la costa en Kesennuma. O el carguero Asia Symphony, de 175.000 toneladas, posado sobre el muelle de Kamaishi. En Onagawa, dos casas enteras de madera habían sido arrastradas por las olas hasta aterrizar, literalmente, sobre el techo de una escuela de dos plantas que había quedado inundada. En Higashimatsushima, supervivientes sobre los tejados de sus viviendas agitaban trapos blancos a los helicópteros de salvamento como si fueran náufragos a la deriva. Coches reducidos a amasijos de chatarra, con los techos de unos amontonados sobre el capó de los otros, dibujaban un siniestro ballet mecánico de chapa y devastación en el puerto de Shiogama. En Minamisanriku, yacían camiones sepultados bajo corrimientos de tierra y desprendimientos de rocas y, en Rikuzentakata, furgonetas aplastadas por el derrumbe de edificios, quebrados cual papel arrugado. Puentes desplomados y carreteras cortadas saltaban al vacío, como si alguien hubiera borrado el asfalto de improviso. En el aeropuerto de Sendai, la fuerza del agua se había llevado las avionetas como si fueran de juguete. Incendios y llamas en el horizonte, salpicado por negras columnas de humo que ascendían hasta las nubes y oscurecían el cielo en Otsuchi, donde parecía que había caído una bomba en lugar de un tsunami. Cadáveres en bolsas se apilaban en los arcenes de Natori bajo lo que parecía la «lluvia negra» que habían visto los superviventes de la bomba atómica en Hiroshima. En Koriyama, enfermeros pertrechados con trajes especiales de protección chequeaban con contadores Geiger la radiación de los vecinos que vivían alrededor de la central de Fukushima y habían escapado con lo puesto. Y en los polideportivos, colegios y centros de congresos que se habían salvado, se hacinaban miles de evacuados por el terremoto, el tsunami o las fugas radiactivas. En una palabra: el Apocalipsis.

Diez años después, la costa nororiental de Japón ha sido reconstruida o, al menos, se han retirado los escombros y aplanado el terreno, asfaltando de nuevo las carreteras, para que la vida vuelva a la normalidad. Desde 2011, el Gobierno nipón ha destinado a la reconstrucción 32,9 billones de yenes (254.000 millones de euros), de los que un tercio han ido a la prefectura de Fukushima.

Pero su propio gobernador, Masao Uchibori, define esta década por sus «luces y sombras». El número de evacuados en todas las prefecturas afectadas, que llegó a ser de 470.000, se ha reducido a unos 40.000, muchos de los cuales han vivido en casetas prefabricadas durante años. Solo en la prefectura de Fukushima, donde hubo 160.000, quedan 36.000 evacuados nucleares según el Gobierno central, pero los ayuntamientos elevan esa cifra hasta los 67.000, informa la agencia de noticias Kyodo.

En Fukushima, donde el 12 por ciento de sus 13.780 kilómetros cuadrados fueron cerrados a la población por la radiactividad, ya solo queda el 2,4 por ciento como zona de exclusión, sobre todo alrededor de la siniestrada central. Bajo estrictas medidas de seguridad, allí trabajan 5.000 operarios en tareas de descontaminación y desmantelamiento, que durarán hasta 2041 o 2051.

Tal y como ha comprobado este diario en sus dos visitas al interior de la planta atómica, en 2015 y 2017, el principal problema es la altísima radiación en los tres reactores que se fundieron, ya que su combustible nuclear se derramó de las vasijas de contención y se ha mezclado con las 820 toneladas de escombros que dejaron las explosiones de hidrógeno.

Como la radiación allí es mortal para el ser humano, solo pueden entrar robots para retirar dichos escombros, que están contaminados. Este año iba a empezar un ensayo con un brazo robótico británico, pero la pandemia ha obligado a retrasarlo hasta 2022. En cambio, lo que sí se terminó el pasado 28 de febrero fue la retirada de las barras del combustible nuclear usado de las ruinas del reactor número 3. Entre 2024 y 2026 se intentará con el 2 y, de 2027 a 2028, con el 1, pero son operaciones muy complicadas de alto riesgo.

A todas estos retos se suma la acumulación de agua radiactiva, ya que los reactores deben ser regados constantemente con agua subterránea para mantenerlos estables a una temperatura de 30 grados. Aunque en los últimos años se ha reducido la cantidad en más de un 75%, cada día se bombean 140 metros cúbicos de agua, que se contamina y debe ser filtrada con dos depuradores especiales, llamadas Kurion y Sarry, para reducir el estroncio y el cesio. Además, otra máquina denominada ALPS llega a limpiar hasta 62 nucleidos radiactivos, pero no puede eliminar el estroncio y el agua debe ser almacenada.

En más de mil depósitos enormes, se acumulan ya 1,2 millones de toneladas de agua contaminada. A tenor de la empresa eléctrica Tepco, que gestiona la central, entre el verano y el otoño del próximo año ya no quedará espacio para más tanques y habrá que liberar el agua tóxica al Océano Pacífico. El Gobierno ha prometido hacerlo en pequeñas cantidades para cumplir con las normas medioambientales, pero tanto los pescadores de la región como los países vecinos temen dicho vertido. «Aunque todavía no se ha decidido la fecha, se hará de forma controlada y siguiendo las recomendaciones de los expertos», ha prometido el ministro para la Reconstrucción, Hatsuei Hirasawa, en una videconferencia del Club de Prensa Extranjera de Japón.

Junto al agua contaminada, en la prefectura se almacenan temporalmente tres millones de toneladas de escombros radiactivos, que agravan el estigma sobre los productos de Fukushima y dañan los negocios de sus agricultores y pescadores. Con el fin de revitalizar la región, el Gobierno está promoviendo el turismo y nuevas industrias como la robótica y las energías renovables para cortar su dependencia de las plantas atómicas. Además, el próximo día 24 arrancará el relevo de la llama olímpica en Fukushima, que será subsede de béisbol, muy popular en Japón.

Pero los trabajos en la central están amenazados por los numerosos terremotos que sacuden a Japón cada año, que podrían causar otro tsunami. El 13 de febrero, Fukushima tembló de nuevo por un seísmo de magnitud 7, réplica del que hubo hace una década. «No hubo daños dentro de la planta, pero sabemos que otro tsunami puede golpear de nuevo y tenemos que reforzar el muro de protección frente al mar o construir uno nuevo», dice el jefe del desmantelamiento, Akira Ono, para cumplir el objetivo de descontaminar la central. Una década después, sigue la pesadilla nuclear de Fukushima.

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