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Tras el secreto de las alfareras

Domingo, 2 de diciembre 2012, 00:00

El salón de la asociación de vecinos tiene dos funciones. Por la mañana, se lee en voz alta el periódico, porque entre los veteranos presentes sólo uno sabe leer. Y lee todos los días despacito, mientras los cinco o seis jubilados escuchan con la atención que aprendieron de los partes de guerra. El que no aprendió a leer, aprendió escuchar, dijo un día el más avispado del grupo, cuando alguien les pregunta por la costumbre. Luego, cuando terminan de repasar las noticias y de comentar lo que se escucha del pueblo, limpian la mesa, sacan las fichas del dominó o la baraja y empieza la partida, la larga y tediosa partida que se juega con la vida en todos los pueblos de Canarias.

Esa escena de fondo alumbró el camino al hijo de Juan y de Fefita, agricultor y costurera. Leer y escuchar, ese era el secreto mejor guardado. Por ese camino circulaba la vida social entera de todo el vecindario, y nadie escapaba de esa influencia. En la fragua encendida de la comunicación se guisaba la loza del pueblo. Cien metros más allá, en el patio de la cueva, Antoñita la Rubia, hija, nieta y bisnieta de alfareras, se entretenía evocando aquellos días de su infancia, en la segunda década del siglo XX, cuando llegó el primer maestro al pueblo. Entonces las niñas se escapaban de sus casas y se sentaban a escuchar las lecciones del foráneo, que había alquilado una habitación grande en la casa que llegó a ser sala de cine y después fue la vivienda de Julita. Y las madres iban a sacarlas de allí, «con la chola en la mano», porque estaba muy mal visto que las niñas fueran a la escuela. Pero ella se escapó mientras pudo.

Lo que Antoñita aprendió fue lo que escuchó de aquel maestro, y lo que le enseñaron su madre, sus tías y sus abuelas. Hizo miles de tallas y bernegales, de ella aprendió Panchito. Aprendió a manejar el fuego para que no destruyera su trabajo, y estaba al corriente de todo lo que pasaba sin salir de su casa mucho antes de inventarse la televisión. En los alfares no se aprendía a leer, se aprendía a escuchar. Entonces una tarde llamó un amigo que conocía a un amigo que trabajaba en CANARIAS7, buscando un corresponsal para un pueblo que no sabía leer, pero escuchaba. Y Ana Déniz, la bibliotecaria de Sataute, se empeñó en que lo hiciera, porque ella sólo quería dedicarse a perseguir la luz de la poesía que le entraba por las ventanas. Ana murió este verano. Los demás aquí seguimos.

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