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Las calles y sus nombres

Jueves, 1 de enero 1970

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La actividad cultural en el orbe de los festejos populares tradicionales, o que en poco más de cinco años han consolidado una presencia que les otorga un merecido reconocimiento de usanza o tradición, no sólo se ha expandido notoriamente, sino que permiten encontrarnos con una oportunidad jugosa y efectiva para el debate y la reflexión en el orbe de nuestros usos y costumbres, de este o aquel personaje, o de un inesperado capítulo de la historia isleña. Pueden ser mucho los ejemplos pero valgan los casos de la Noche de las Tradiciones, en el programa de las fiestas de Los Dolores, en Schamann, donde se planteó todo en base a aquella máxima de Néstor Martín Fernández de la Torre que buscaba «hacer de la vida una obra de arte», o los Paseos Nocturnos por la Vieja Ciudad que cada año se celebran como una de las actividades referenciales de estos festejos o los que desde hace cinco años vienen organizándose con motivo de otros históricos festejos, los de La Naval en honor de la Virgen de La Luz, donde recientemente se ofreció una oportunidad para acercarnos a la esencia, a la razón de ser y el sentido del nombre de algunas calles. Y es que, tal cual señaló el anterior Cronista Oficial de esta ciudad, Luis García de Vegueta, si «la historia está en todas partes» y lo resalta el poeta Pedro Lezcano en el sugerente zaguán (léase «prólogo») al tomo compilatorio de algunas de sus crónicas, Nuestra Ciudad (1988)-, debemos ver cómo «los nombres de las calles forman en cierto modo un capítulo de la historia» de la urbe. Tanto es así, y tanto nos debe interesar el saber de ellas con precisión, que el investigador Carlos Platero Fernández abre su libro Calles de Las Palmas (1998) exponiendo cómo el «conocimiento, aunque sea somero, del callejero de Las Palmas de Gran Canaria, depara sorpresas y curiosas noticias al que se sumerja en el tema», pues además, como señala José Barrera Artiles, ahondando en la cuestión en la introducción a su obra La Ciudad y sus nombres (1997), la «historia de una ciudad debería estar escrita, a modo de capítulos, en los nombres de sus calles y plazas. Pero la historia, tantas veces, se olvida o condena a quienes no tuvieron la fortuna de vencer, convencer, o carecieron del padrinazgo necesario que les permitiese perpetuarse en el nombre de una vía urbana». Yo mismo, ante ello, ante otras muchas situaciones y casos/calles que deben hacernos reflexionar seriamente, pues se trata de elementos identitarios del devenir de nuestra ciudad, de nuestro entorno vital más inmediato y cotidiano, no dudé en comentar por las calles del Puerto, cómo «a veces los nombres de las calles honran demasiado a quién no lo merece».

Se trata de un debate que ya se abrió hace muchísimo tiempo, tanto que casi no podemos precisar ni cuándo, y en el que han intervenido cronistas, periodistas, alguna que otra autoridad municipal y determinadas instituciones públicas y privadas, al que también en muy diversas ocasiones le dedicó momentos de reflexión el Consejo Municipal de Cultura, dada su responsabilidad, en determinadas legislaturas, de estudiar y proponer nombres con los que rotular nuevas calles o sustituir los de otras ya existentes. Un debate que inició en cierta medida el Cronista Oficial de la capital grancanaria Carlos Navarro Ruiz en el preámbulo a su clásica obra Nomenclátor de Calles y Plazas de Las Palmas (1940), cuando, tras señalar cómo la «nomenclatura de las calles es función interesante de los municipios, que debe ser mirada con el mayor detenimiento para evitar errores de difícil y enojosa rectificación», resalta que la nominación de las calles debe hacerse con «la imparcialidad y estudio conveniente en evitación de injusticias, incluyendo a los que no cuentan méritos suficientes, olvidando a quienes los poseen con exceso, y concediendo distinciones, aún más destacadas, a personas que no reúnen los notables servicios que a ello debe obligar». Una solución inocua, que evita polémicas y posibles cambios molestos a lo largo del tiempo, puede ser la de ciudades que adaptaron el sistema de números asignados como nombres de las vías, como es el caso de Nueva York donde las «avenidas y calles suelen estar numeradas, menos tres de las avenidas que son: Madison, Park y Lexington. El resto de las avenidas se numeran de la 1 a la 12 y las calles van desde la 1 a la 212, menos Wall Street», o algunas pocas otras de nominación, hoy por hoy, allí incontestable como Plaza de Columbus Circle, Lafayette Street, Washington Square, Fulton Street ó Stuvesant Square y Street entre otras, pero esto, que pudimos ver en los planos generales de Las Palmas de Gran Canaria cuando se comenzaron a urbanizar distritos como Arenales, Santa Catalina, La Isleta o Guanarteme, no fue una solución que cuajara aquí. También pueden darse otras soluciones, como hacen algunas poblaciones como Motril, que mantienen para muchas calles y plazas nombres muy tradicionales, muy asentados, y luego dedican esa plaza o calle a un personaje, como por ejemplo la Plaza del Ciprés dedicada «En homenaje al Dr. Francisco Álvarez de Cienfuegos», un ilustre y popular médico de la localidad, pues llegado el caso se podría cambiar de lugar, o retirar, este homenaje, pero la plaza seguiría llevando su nominación histórica. Y, todo ello, sin olvidar que son muchas las poblaciones que adoptan la costumbre de recordar, en un punto determinado de esa vía, el nombre antiguo si fue relevante, como por ejemplo en el barrio sevillano de Triana donde se observa el rótulo de «Calle del Santísimo Cristo de las Tres Caídas» y debajo el de «Antigua Calle Torrijos».

Un ámbito, este del nomenclátor de calles y plazas, que se presenta siempre complejo, amplísimo, imposible de cerrar definitivamente, quizá por ser ese libro abierto de nuestra historia al alcance de nuestras manos, por ser un reflejo del ser y sentir, de la identidad, de una población -todo el mundo sabe de qué población hablamos si decimos Quinta Avenida, Puerta del Sol, Corrientes, Piccadilly Circus, Campos Elíseos, Plaza Navona o Avenida de la Palmera; en la capital grancanaria sería impensable sustituir nombres como los mundialmente conocidos de Plaza de Santa Ana, por muy plaza mayor que sea, o el de Parque de Santa Catalina. Hay nombres de eventos y personajes que, andando los siglos, muy por encima de controversias, de sus luces y sombras, pasan a ser parte del acervo histórico y socio-cultural de una urbe, por lo que su presencia en el callejero viene dada por ser parte de ese libro de historia abierta que puede y debe constituir el nomenclátor de una ciudad. Pueden mudar de lugar, de fórmula en la que sustentar su presencia, de preeminencia en su reconocimiento, pero nunca olvidarlos pues sería relegar una parte del propio devenir, y los pueblos que olvidan su historia están condenados, más que a repetirla, a un evidente fracaso como tales. Es por ello, retomando lo señalado por el cronista Navarro Ruiz en su pionera reflexión sobre el nomenclátor de calles y plazas, que la nominación de nuevas vías, los cambios sobre los nombres ya existentes, los traslados de ubicación, las duplicidades, el corregir errores o completar nombres, es un esfuerzo permanente que la municipalidad, con el concurso de instituciones y el vecindario en general, debe asumir con inteligencia y prudencia, con “imparcialidad y estudio conveniente” pues el “tiempo rehabilita algunas personas y menoscaba la buena fama de otras. Hay algunos que no deben seguir, otros que aclarar para saber a quienes se refieren, y muchos ausentes de las mismas siendo dignos de premio”. Pero, mucho más allá de todo ello, no se debe olvidar que las calles y plazas son, en buena medida, el rostro vivo de la ciudad, y en él se plasma y descubre el devenir, el ser y sentir de esa población a través de su evolución. .

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