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La Rama, la consagración del verano

Jueves, 1 de enero 1970

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Un rosario de eventos y fiestas señaladísimas recorre el estío grancanario desde sus primeros días, allá por las fogaleras del Señor San Juan, y hasta pasado el Pino cuando se despide con un multitudinario charco de alegría vitalísima y, pocos días después, con el perro maldito suelto por la imaginación más creativa y ancestral. Todas ellas conforman una temporada estival singular y sugerente en Gran Canaria, con sentimientos, modos y expresiones que saben a tradición, pero que también señalan una sociedad vital, pujante, que siempre ha sabido mirar al futuro y al progreso desde su cosmopolita y acogedor enclave atlántico, y la fiesta ha sido y es expresión de todo ello. Sin embargo hay una que, sin desmerecer a ninguna otra, sin pretender coronar nada, sin sentirse más protagonista que de sí misma, surge casi en el meridiano de este tiempo estival como punto de inflexión de toda expresión festiva isleña, como zenit de un orbe festero donde el isleño parece encontrarse consigo mismo. Es La Rama fiesta grande donde las haya en la sencillez de su expresión formal. Una fiesta que hunde sus raíces en un pasado más ignoto de lo que se suele creer normalmente, pero que a través de los siglos ha estado allí, en ese Agaete que cada comienzo de agosto se instaura en meridiano que guía el acontecer insular, y aquí, en la aurícula más honda del corazón de cada grancanario que, en el fragor del baile o desde la distancia más sentida, la tiene como santo y seña de este tiempo de alegrías y tradiciones. ¿Fiesta ancestral votiva del agua o enramada al modo y manera que se caracterizaron muchas otras fiestas en siglos anteriores y aquí pervivió y revivió en el esplendor ramero que hoy conocemos y disfrutamos? De ello ya se habló en los años sesenta del siglo pasado cuando la fiesta se potenció y tomó nuevos bríos y aires, por mi parte por el momento me gustaría simplemente señalar, y eso la engrandece, que es heredera de todo ello y mucho más, pero de lo que no tengo duda alguna es que existe un antes y un después de esa época que pude conocer ya en los años sesenta, como también que la fiesta ha evolucionado y que en algunos aspectos cada generación la ha ido adecuando a sus modos y maneras para que se perpetúe en su esencia. Y encuentro esencia y trascendencia de esta Rama ya en los versos floridos de Cairasco de Figueroa cuando canta el esplendor de la «Selva de Doramas» y señala la gloriosa existencia «de árboles tan fértiles,/ que parece que estuvo regalándose/ en ellos el artífice/ de la terrena y celestial fábrica», como en las reflexiones de los mencionados años sesenta cuando el escultor José de Armas Medina refería una «fiesta llamada La Rama, tan secular como el propio pueblo de Agaete y tan bella en su policromía como el pluripaisaje del lugar norteño que la enmarca», y en las palabras y versos más actuales de escritores, poetas, cantantes y periodistas actuales, entre ellos el poeta madrileño Luis Antonio de Villena extasiado ante una Rama en Agaete que « en tal sentido, no es el resto de un culto remoto. Es un culto presente, y la constatación de una necesidad» Pero tampoco puedo olvidar, y así lo pregoné emocionado y honradísimo hace unos años en la intimidad vibrante y festiva de El Huerto de Las Flores, que La Rama que parece ser fiesta en sí misma, y en alguna manera lo es también, es una parte sustancial y sustanciosa de las fiestas grandes que los agaetenses celebran cada año en honor de Ntra. Sra. de Las Nieves, por lo que, como miles de grancanarios, procuro además no perderme el día grande de la festividad en el que, con el eco de las ramas blandidas a todos los vientos atlánticos aún resonante en los riscos coronados de pinares y en los callaos de la negra playa norteña, el histórico y flamenco cuadro de la Virgen avanza en procesión con sus llamativos reyunos muy despacito, recreándose en la complacencia y el fervor de cientos de vecinos y foráneos; y no puedo eludir nunca una emoción jubilosa en el momento de brillante esplendor de su llegada ante el hermoso y pétreo pórtico del templo parroquial cuando al unísono se le canta un himno, con letra y música de Tomás Martín Trujillo, con el que le piden que «del Hornillo hasta el Dedo de Dios,/ haz que vivamos todos en el pueblo,/ unidos por el amor», una honda aspiración trasladable al conjunto de la Gran Canaria. Llega La Rama y con ella la consagración del verano grancanario en las hondas tradiciones que retoma, en los sentires isleños que ventea, en la génesis de sueños y sentimientos que a cada generación propone, en los pasos enramados que ventean el alma isleña, en este Agaete que se enrama en el ser y sentir de la canariedad más universal.

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