Extraña
Canarias es un viaje. A veces de ida, a veces de vuelta. Se puede iniciar una ruta o terminarla en cualquier isla. Salir de ellas es un suplicio, entrar es más fácil. El caso del senador Monago aborda Canarias como complemento circunstancial de lugar. Los comentarios denotan creciente extranjería, cierto desapego. El vicio de sus amistades reside en la distancia; no es legítimo el viaje por lejano. Escapa a las rutinas furtivas de un coche. Cuantos parlamentarios habrán despachado amantes en un tren sin provocar sobresalto alguno, aún con billete abonado a la pólvora ajena. Las actividades ocultas de sus señorías eran ya un escándalo desde los años del franquismo. Pieza de encaje en una democracia de tapadillo, a nadie le importó durante décadas. No parece ésta la peor indecencia del Senado, sin salir de Tenerife. El imaginario continental dibuja isla como tierra extraña. Apenas alcanzan las tertulias mesetarias a cantar los tormentos insulares. La decisiva cuestión energética, por ejemplo, va pasando de crónica colorista local al cajón de los asuntos marginales a medida que avanzan los barcos del petróleo. A eso ayuda mucho, es obvio, el entusiasmo de las corporaciones financieras alrededor de las redacciones, ese olfato acostumbrado a confundir el olor de la historia con el perfume del dinero.
La singular dimensión territorial está fuera de agenda, como expresan con toda su impudicia los reiterados presupuestos generales del Estado. El trato uniformado, la planicie como única noción de patria, hacen inútil la ingenua aspiración de apadrinar un ministro isleño. Lo que falla es el contexto. A veces llegan otros sedientos a la orilla dispuestos a morir sobre la arena. Viajan sin nada, vendidos a merced de los acontecimientos, vencidos de la peor batalla. Entonces asoma otra isla, suelo ruin. El signo de los tiempos. Se puede ser turista o desterrado en la misma playa.