Defunciones
Con los muertos no hay debate. Polemizan los vivos, saltando sobre los difuntos al ritmo de sus propios cálculos. Noviembre pasea sus cadáveres a tumba abierta, los distrae con trivialidades. Ni balance ni memoria; las urgencias del mundo se confunden con la limitación de la existencia, en sonados espejismos. La simplonería gobernante se alimenta de rituales efervecentes, crudo ruido.
Hace escasas semanas, el Parlamento canario estaba tan pendiente de la evolución de Juan Carlos Alemán, que se le guardó un memorable minuto de silencio cuando aún no le había llegado la hora. La anécdota, que al propio afectado le partiría de risa, relata la escasez de entrenamiento de sus señorías en determinados hábitos. La falta de rigor con el protocolo muestra puros artificios. La solemnidad mal administrada devalúa la condolencia, deforma el luto. En este caso, dio la impresión de que había cierta prisa por administrar la defunción. Aunque sólo fuese un desliz anímico de quien custodia el tiempo en que deben ser contadas las cosas, algo deberían saber su señorías. Nadie se muere la víspera.
Rita Barberá apenas tuvo tiempo a la vuelta del juzgado. Implicados y testigos del caso Gürtel han muerto al menos otros siete, pero ninguno como la exalcaldesa de Valencia. Su caída llenó el ambiente de exabruptos, como si se hubiese levantado la tapa de las miserias nacionales. A un lado y otro alineados los defensores de valores patrios, exaltados los que la humillaron en su propio partido y los moralistas de las masas. No hay retrato más fiel de un país que el paisaje de un entierro. Mientras, Marcos Ana se fue en silencio, como los poetas malditos, si haber doblado la rodilla.
Y en eso llegó Fidel. Un líder de su tiempo, que movió los cimientos de la historia, vino a morir en la cama. Lo despiden en falso, como si ya no quedase sobre la tierra un lugar para la rebeldía.