En primera instancia la victoria prueba que aún perdura entre la gente la desafección profunda creada por el corrupto régimen de partidos que concluyó con la presidencia de don Rafael Caldera, llamado a salvar los muebles in extremis y que, ya octogenario, reconoció sin ambages que la señal enviada por el intento golpista de Chávez en 1992 era la de la rebelión en ciernes contra el sistema.
Tal sistema no ha cambiado tanto: los partidos del pasado, Acción Democrática y COPEI (el de Caldera) no han sido prohibidos pero sus huestes son tan exiguas que a nadie, y menos que a nadie al batallador Rosales, hombre de cualidades y buen gestor, se le ocurre oponer al chavismo la vuelta al pasado en nombre de una cierta legitimidad que habría sido alterada por los tics bonapartistas del teniente coronel, cuya estima por la democracia clásica es limitada.
Pero gana y arrasa. La razón, además de lo dicho, está en el éxito de las misiones, los programas de choque en salud, educación y ayuda familiar que los ingresos millonarios del petróleo garantizan. Literalmente él ha sido votado por vecinos de los ranchitos, como siempre, los mismos que le salvaron del golpe de estado de 2001 cuando bajaron en masa de los cerros que habitan.
Chávez está crecido y ha dicho en las últimas horas cosas que solo la euforia de la jornada explica. Podría morir de éxito si no emprende a toda velocidad - con la batuta de su vicepresidente Rangel, el más capaz y agudo de sus colaboradores - la definición de un modelo de Estado que pueda servir a él y a un eventual sucesor suyo.
Y, sobre todo, debería abandonar la insensata idea de cambiar la Constitución para ser presidente prácticamente vitalicio. La gente debe disponer siempre de la posibilidad de cambiar a los gobiernos y también la de poner límites al deseo de eternizarse. El viejo slogan del mexicano don Francisco Madero vale todavía: sufragio efectivo, no reelección