Barajas
Ese cargo público que aprovecha una reunión para echar una manita a las cartas no tiene de qué arrepentirse. Como en tantas otras cosas de la vida, no pasa nada por echarle algo de distracción al ingrato ejercicio de la política bien pagada. ¿Quién no lo ha hecho alguna vez? leer un periódico, rellenar crucigramas, enviar un mensaje con el móvil, son rutinas propias de cualquier acto de servicio. En otros mundos las consecuencias serán otras, pero aquí es todo más sencillo. Si el entretenimiento aparece retratado, con pedir disculpas quedará todo resuelto, en el supuesto de que alguien se haya ofendido. Para qué más dramatismos. Con lo mal que está la cosa, no nos vamos a escandalizar por ordenar la baraja. Los que se alteran por estas cosas deberían tener en cuenta que muchos de esos representantes ciudadanos son incapaces de manejar una ronda bien jugada. Hasta hace poco, la habilidad en la mezcla, el corte y el reparto se consideraba un mérito para ser presidente de Canarias, o dirigente con aspiración de gobernante. Ahora faltan expertos del trapiche; en las salas del Parlamento deberían tapizar de verde algunas mesas, guardar un manojo de garbanzos, repartir las manos con más brío. Son artes que cultiva el vulgo, aunque de algunos envites se sale tieso aún llevando la perica. Lo sabe bien Paulino Rivero. Es por eso que algunos ejecutivos, cuando manejan las cartas, no es que se aburran. Es que están entrenando las neuronas, puro ejercicio cerebral preventivo. Por el bien de todos. Algunos médicos hasta lo recetan contra el envejecimiento prematuro. Obsérvese además que, en este caso, no se usan las tradicionales estampas de cartón, esas que un buen aficionado siempre lleva encima. Ahora basta con desplegar la mano en la misma pantalla donde se guardan los discursos. La aplicación definitiva de la revolución digital.