Ahí les duele
Los escraches son intolerables, son inadmisibles en la medida en que son mecanismos de coacción contra los legítimos representantes de la soberanía popular, son un método de acoso del todo inasumibles en una sociedad civilizada, son prácticas dictatoriales al uso de las que realizaron los fascistas y los nazis, son un problema para la democracia y, en consecuencia, han de ser criminalizados. Los escraches están de moda. ¿Quién los ha puesto de moda?
Es tal la vehemencia, la virulencia, la atención escandalizada que se les está prestando desde los establecidos estamentos políticos a esta fórmula de resistencia simbólica que cuesta entender tal encono. Salvo que, por la vía de escenificar de manera estentórea la crisis social e institucional que padecemos, esos minoritarios grupos que andan zahiriendo la sensibilidad de algunos, llevando la montaña, empobrecida y saeteada, hasta ellos, a la vista de que ellos no iban a la montaña, hayan encontrado el punto débil de los empoderados, donde les duele.
Los escraches, son un reflejo más del desprestigio de la política institucional y, les guste o no a los establecidos, aun siendo objetables, los responsables de esta crisis no son quienes los están haciendo realidad, sino los que han permitido que nos encontremos en este estado actual de indignación, enfado y pesimismo generalizado.
Los escraches, que simbólicamente ya salpican toda la geografía nacional, son los repetidos tañidos de una alarma que avisa que podemos estar en la antesala de un tiempo en el que los actuales actores protagonistas pueden encontrarse sin escenario ni público, en la medida en que se empecinan en seguir instalados en la opacidad, gestionando a su manera el día a día sin rendir cuentas, ignorando todo proyecto de futuro y relegando a la ciudadanía a una relativa participación cuatrianual.
Los escraches son una manifestación más de que la mayoría social en la que se han parapetado puede estar empezando a quebrarse.
Eso sí, quede claro, tan pobres criaturas son los hijos de los desahuciados como los de los ilustres representantes públicos. Tan respetables son las madres y padres condenadas a la pobreza, por cierto en Canarias es donde más rápidamente crece, como las honorables con cargo político. Tan escandalosos resultan los insultos en la calle como los que se profieren en los parlamentos. Tan poco ejemplar es la algarada callejera como los comportamientos irregulares de la clase dirigente. Tan antidemocrático es el amedrentamiento como lo es la corrupción.
Así las cosas, la criminalización de las víctimas no sólo no es justa sino que no conduce a nada bueno. Los millones de parados, los millones, y creciendo, de pobres, los miles y miles de depositantes engañados, los otros tantos desahuciados tienen miles de razones para estar cabreados y no merecen ser estigmatizados y sí respuestas.