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Regreso a Canarias desde el Nueva York vaciado

Viernes, 20 de marzo 2020, 17:05

Cristina Magdaleno

Santa Cruz de Tenerife, 20 mar. (EFE).- Santa Cruz de Tenerife un jueves de cuarentena forzosa y estado de alarma se parece bastante a Santa Cruz de Tenerife cualquier fin de semana: poca gente en las calles y todo cerrado.

Es lo que cualquier nativo pensaría al llegar por primera vez desde que un virus impregna la rutina de esta ciudad y tiene a miles de personas recluidas en sus casas.

En el aeropuerto de Tenerife Sur, otros dos clásicos, la calima y el bochorno, daban la bienvenida al pequeño número de viajeros que hicieron uso de uno de los tres vuelos diarios permitidos entre Madrid y la isla.

Allí, al desembarcar, trabajadores de Cruz Roja toman la fiebre y personal del aeropuerto recoge las declaraciones responsables, rellenadas a mano y sobre la marcha, con las que todos los viajeros justifican su entrada a Canarias.

Doce horas antes, en uno de los últimos vuelos destino Madrid previos al cierre de fronteras de Estados Unidos, un pequeño grupo de españoles mira las pantallas del aeropuerto JFK de Nueva York con preocupación tras ver que varios vuelos a Londres han sido cancelados.

Casi todos están ataviados con guantes y mascarilla, pero con la falta de costumbre de quien no se espera vivir una pandemia global a 5.000 kilómetros de casa.

Muchos se siguen tocando la cara con las manos, se destapan boca y nariz para hablar o se ponen el teléfono en la oreja después de toquetearlo.

Todo transcurre con la falsa normalidad inquietante que ha impregnado todo en las últimas semanas desde la propagación del COVID-19.

En el metro neoyorquino, por ejemplo, los transeúntes experimentan la titánica tarea de montarse sin tocar nada y buscan vagones semivacíos para evitar el contacto físico que hasta hace unos días era marca de la casa del servicio de trenes neoyorquino.

Dentro del subterráneo, un poco de todo: gente con mascarillas desechables, algunas con filtro, las buenas; también personas con guantes, otras que se cubren con bufanda o bandanas y un buen número de valientes inconscientes dispuestos a viajar a pelo.

Y encima del metro... Nueva York. Sin más presencia policial o militar que cualquier otro día. Pero la ciudad bulliciosa y vital ha dejado atrás esa faceta para convertirse en la urbe sin apenas tráfico y gente para la que Hollywood nos lleva preparando toda la vida.

Casi sin coches en la quinta avenida, con Times Square desértico, pero sin los plomos bajados y con las pantallas aún en marcha. Es difícil saber si contemplar la emblemática estampa sin casi nadie alrededor ayuda a calmar la sensación de distopía o la alimenta.

Todos los comercios han bajado sus persianas y en las calles de la Gran Manzana no hay prácticamente nadie que cargue enormes cafés de camino al trabajo.

Es una ciudad que definitivamente no parece Nueva York y que dejo, en parte, por la sensación de que su sistema sanitario tiene todas las papeletas para colapsar y fracasar, especialmente después de demostrar una capacidad desastrosa para garantizar los tests de detección del virus para quien lo necesite y no solo a los más ricos.

En medio del que es, probablemente, el acontecimiento que más cambie la manera de concebir el mundo desde los atentados del 11-S, y al que hay que sumarle una nueva crisis económica global, la situación preocupa especialmente a trabajadores como Hassan, que conduce uno de los pocos coches que aún navegan por las calles de Nueva York, un Uber que a las dos de la tarde solo ha transportado a tres clientes.

El conductor, que ha ideado en su coche un rudimentario sistema a base de plástico y cinta aislante para evitar contagios, se despacha durante el trayecto entre duras críticas y algún que otro insulto a Donald Trump.

Acaba sus quejas tras señalar que es muy difícil que una cuarentena forzosa como las de Italia o España pueda tener lugar en Nueva York, donde a su juicio las personas van muy a lo suyo y son demasiado individualistas.

Puede que Hassan esté en lo cierto. Y la manera de los empleados del aeropuerto, casi sin medidas de protección, de gestionar el control de seguridad, algo caótico y con el resto de viajeros demasiado cerca, le dan algo de razón.

Allí, en el JFK, el vuelo de Iberia con destino Madrid sale semivacío y sin problemas con la noble tarea de trasladar a un puñado de españoles de vuelta a casa.

En Barajas, los duty-free y restaurantes cerrados dan sensación de ser las tres de la mañana. Pero son apenas las 10 y, por si había algún despistado, los equipos de limpieza trabajando a destajo y el alto número de militares y policía te recuerda el estado de alarma.

Y doce horas después desde que los españoles mirasen con preocupación las pantallas del JFK, en el único a vuelo a Tenerife Sur, todo transcurre con toda la serenidad posible y con la comodidad de no viajar con nadie gracias a la obligación de que los aviones a Canarias operen con un tercio de la ocupación.

Cambiar el frenetismo de Nueva York por un poco de calma chicharrera parecería tentador en circunstancias normales. Ahora quizá más aún, pero las preocupaciones habituales, como preguntarte si hay una Dorada esperando en la nevera después del largo viaje, se sustituyen por saber cuándo será tu turno para bajar al súper o si en casa hay guantes, mascarillas y juegos de mesa. EFE

cmg/acp

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