La noche que la marea amarilla cerró La Laguna
Breve relato de una noche fría y lluviosa de derbi
Nací hace 32 años en el municipio de San Cristóbal de La Laguna, en Tenerife. Desde que tengo uso de razón, e independientemente del lugar donde he estado viviendo, siempre he llevado la amarilla puesta. Colegio, instituto y universidad en Tenerife, máster en Madrid, otro curso en Francia. Siempre con ese sentimiento a cuestas, tan irracional como pasional, hermoso y eterno. Mi padre, grancanario de Guanarteme y amarillo de bien, se encargó de exponer lo que significa ese sagrado escudo, que tantas alegrías nos da y que tantos nervios nos hace coger.
Precisamente en la ciudad de La Laguna, donde vive una importante cantidad de grancanarios que fueron a estudiar a la universidad y allí se quedaron, casados, con hijos y con el escudo de la UD en alguna dependencia de su casa, hubo una noche en la que la magia del fútbol hizo presencia, quedando en el recuerdo de todos los allí presentes, entre los que se encontraba un servidor, niño aún, pero ya consciente de lo que aquello suponía.
Era una noche fría y lluviosa, aunque esto no es gran novedad en esa hermosa ciudad. También era noche de derbi, con todo lo que ello conlleva. Había especial ilusión ese día por lograr la victoria ante el eterno rival, vecino, sí, pero gran enemigo, también. Una pequeña representación de fieles aficionados amarillos se concentraron, como era habitual en día de partido, en esa embajada de la UD Las Palmas en Tenerife, el bar Benjamín, en la universitaria calle Heraclio Sánchez. Ese era un punto de encuentro de profesores, estudiantes y perfiles de todo tipo, que vio pasar por allí a varias generaciones.
Bejamín, natural de Valleseco, en Gran Canaria, le puso primero las cañas a mi padre cuando era estudiante y luego me puso algún que otro cubata a mí cuando desempeñaba las mismas labores. Su bar era un templo lleno de recuerdos de la UD, allí se retransmitían todos los partidos del equipo, y cuando ganaban los nuestros y Benjamín estaba de buen humor incluso pagaba una ronda.
Siendo estudiante, y siguiendo mi deber de hacer un trabajo de manualidades, le dediqué un mural a ese bar con algunas imágenes históricas del conjunto amarillo. Recuerdo que mi profesor de entonces no entendía nada, pero en cambio el querido Benjamín le puso un marco y lo colgó en la zona más visible del bar, donde permaneció hasta el cierre del templo.
Retomando la noche fría de derbi, aquel partido disputado en el Heliodoro lo ganó con garra y esfuerzo el equipo visitante, para delirio de los parroquianos del Benjamín, que llevaban mucho esperando eso. El anfitrión tiró la casa por la ventana, el himno sonaba en media ciudad y la calle acabó cortada. Un sentimiento que no conoce de razón ni de lugar.