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El aficionado amarillo tiene marcado en su calendario el día en el que juega Las Palmas. Pero, una vez más, ese motor de su propia alegría, su UD del alma, hizo añicos un sábado que podía haber sido precioso. Y aunque ni siquiera esta nefasta racha en la que la escuadra insular baila con la deshonra es capaz de frenar esta pasión, cada vez es más la gente que comienza a mutar su sentimiento. A bajarse del barco. A decir basta.
De tantos golpes que se ha llevado ya el seguidor grancanario, la coraza ha acentuado su grosor. Ese escudo, necesario por una mala gestión deportiva, justificada en una crisis de resultados y evidenciada en una ruptura total con las altas esferas de la entidad, se hace cada vez más grande y conlleva al alejamiento de la hinchada con el equipo. Demasiados disgustos, enfados e incluso calvarios los que colecciona -por desgracia- la parroquia amarilla. Y, tanto jugadores como todos los miembros del club, deben recordar siempre que el corazón de la UD Las Palmas es su afición. Aquella que fue acorralada en Linares cuando llovían piedras. Sí, esa misma que reventó el recinto de Siete Palmas ante el Rayo Vallecano en Segunda B y que casi tumba el estadio celebrando el gol de Marcos Márquez desde los once metros. La misma también que en un solo partido celebró un ascenso y acabó llorando por permanecer, finalmente, en Segunda. Esa que tan solo un año después dopó a los suyos anímicamente para remontar al Zaragoza y volver a la élite.
Porque esta UD no es ese equipo señero y sin par. Ni aquel que, con coraje, vista y suerte, pulverizaba al adversario. Ahora es uno que pone la alfombra roja a los rivales, dejando de ser el orgullo del pueblo canario para convertirse en una caricatura que ha roto miles de sonrisas.
El Girona se limitó a hurgar en la llaga, mientras que Las Palmas insistió en volver a arrastrar su dignidad por el fango. Las embestidas de Mojica o Portu castigaban y de qué manera a los de Jémez. Mientras, la UD seguía pecando de estólida. Sin fútbol, sin rabia, sin alma. En fin, muerta. Tan solo Jonathan Viera, en un codazo a Pere Pons, dio muestras del sentir de todo un archipiélago. Un arrebato que escenificó frustraciones.
Hoy, colistas de Primera por méritos propios, más de uno debería recordar de dónde viene. Porque ya la UD ha resucitado en numerosas ocasiones. Cuando se la creía muerta, se levantaba con más fuerza que nunca. Siempre eligiendo el camino largo, acompañada de manera eterna por un sufrimiento asfixiante. Y por lo vivido, por aquellos que volaron al cielo antes de tiempo y no pudieron disfrutar a Las Palmas codeándose con los mejores conjuntos de España, vale la pena dejarse el alma en cada disputa. Ya lo avisó Jémez antes de que los suyos fueran humillados en Montilivi: «Si descendemos, que sea peleando hasta el final». Es más, la UD se lo debe a esos abonados y seguidores que siguen empujando desde el otro lado del universo. Y lo que sucedió en Girona, así como todo este último año y medio, no puede volver a ocurrir. Asimismo, si más de uno tuviera amor propio o algo de ética, dimitiría de manera fulminante.
Y lo más grave es que el único hombre que ha tenido la dignidad suficiente para presentar su renuncia en el club insular fue el técnico que más puntos ha sumado con la escuadra grancanaria esta temporada, Manolo Márquez. En un mundo donde la autocrítica brilla por su ausencia y la culpa siempre es del vecino, el preparador catalán se llevó el cariño de la grada por hacerse a un lado al no creerse capaz de lograr los objetivos. Mientras, en la plantilla hay futbolistas que no rinden al nivel mínimo que exige la competición. Nadie se salva de la quema en esta UD Las Palmas, o en lo que queda de ella.
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