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Para cajones, los de Camarada

Comenzó como periodista deportivo y ahora es uno de los máximos referentes para los percusionistas en el mundo del flamenco. Guillermo Navarro de Azaola dejó atrás Gran Canaria para dedicarse a construir este instrumento, fundar su propia marca y enseñar a otros la técnica desde su pequeño taller en Lavapiés

Jueves, 1 de enero 1970

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En las calles de Vegueta resuena el eco de un percusionista. Sentado, con las manos desnudas y los pies afianzados en el suelo, como arraigándose a la tierra que lo vio crecer, poniendo ritmo a los andares de la gente, Guillermo Navarro de Azaola repiquetea uno de sus cajones flamencos, hechos bajo el sello de Camarada. Es el mismo que hace unas semanas subió al escenario del Auditorio Alfredo Kraus, acompañando a Paco Bethencourt & Friends en un concierto de presentación de su último disco, y hermano de otro que llegó hasta la mismísima Casa Blanca, en Washington. Nunca pensó que un periodista deportivo acabaría convirtiéndose en músico, empresario y artesano.

Después de varios años trabajando en medios de comunicación en Canarias, incluyendo retransmisiones radiofónicas junto al legendario Segundo Almeida y dos años como redactor en CANARIAS7, Navarro decidió dejarlo todo y mudarse a Madrid. Sin un plan concreto ni apenas contactos, su primer impulso fue buscarse un hueco como periodista especializado en cultura –o quizás viajes– en una ciudad que siempre le había llamado la atención y en un contexto de especial efervescencia artística. Y, sin embargo, todo fue cuestión de aprovechar una simple oportunidad.

«La casualidad fue que acabé viviendo en un piso de músicos y trabajando en el bar de uno de sus amigos. Tenía un cajón que me había hecho a finales de los 90, mientras estudiaba en Bilbao, y cuando mi jefe lo vio, me preguntó si podía hacerle uno igual». Así, se fue corriendo la voz y, un día, con uno de sus cajones a la espalda, encontró en el Cardamomo, uno de los bares flamencos más famosos de Madrid, a tres grandes de la élite de la percusión: Ramón Porrina, Joselín Vargas y El Piraña. «Me dio un poco de vergüenza pero, como no tenía nada que perder, me acerqué, se los mostré para ver qué opinaban y resulta que les encantó». Aquel primer encuentro se saldó con un intercambio de teléfonos, pero poco más, hasta que el tiempo y el contacto con otros artistas acabó por hacer de Camarada una marca consolidada en el sector.

Ahora, desde su pequeño taller en la Calle del Olivar, en Lavapiés, construye y envía cajones a distintas comunidades y varios lugares del mundo, desde Corea hasta Estados Unidos, pasando por Francia o Irán. Su filosofía, en cambio, no es la de producir de forma masiva, sino que cada una de sus creaciones mantenga una calidad y una identidad propias. Desde esa base y tras 15 años de dedicación, su propósito a corto plazo es darse un enfoque más empresarial e ir incluyendo productos como las propias fundas del cajón. «Además, continúo dando clases y talleres, y últimamente me ha vuelto a picar el gusanillo de tocar en directo, que lo había dejado un poco de lado por falta de tiempo».

En realidad, este no deja de ser un reclamo de alguien que no había pisado la isla desde hacía dos años. «Me encantaría tener la oportunidad de hacer más cosas aquí. En Canarias está despertando bastante interés el instrumento y el flamenco en general», asegura sorbiendo un café. «Esta no deja de ser mi casa».

Echando la vista atrás, le invade una cierta emoción en el habla al recordar cómo construyó su primer cajón. Fue a raíz de uno que encontró de viaje en un bar de Granada y al que tomó medidas a ojo, usando una mano, para intentar reproducirlo en su habitación. «Era un cajón peruano, muy sencillo, sin nada en el interior. Luego vi unos que procedían de Alemania y que llevaban cuerdas y empecé a sacar mis propias conclusiones», cuenta. El instrumento empastaba muy bien con cualquier tipo de música y este melómano había empezado a desarrollar, también, una gran afición por el flamenco. Lo que nunca se atrevió a hacer, afirma, fue «destriparlo». Esa era la solución fácil.

De «chapuzas» a la élite de los tablaos

Guillermo Navarro ha sabido surfear la mejor ola y estar en el lugar y el momento justos. Sus cajones han pasado por las manos de una ristra de percusionistas de gran nivel como El Piraña, Juanito Makandé (colaborador oficial de la marca), El Popo –que suele acompañar en el escenario a Estrella y Kiki Morente–, David el Indio García (baterista de Vetusta Morla), El Manin, inseparable escudero de El Kanka o Ane Carrasco, que ha trabajado con artistas de fama nacional e internacional como Miguel Poveda, Diego el Cigala, Niña Pastori o la misma Rosalía.

Su secreto es haberse instalado en la vanguardia del diseño de cajones, probando nuevos materiales y acabados. Aún así, la competencia es cada vez más dura, ya que resulta ser un instrumento relativamente fácil de tocar y de hacer. «Como todo, lo complicado es perfeccionar la técnica», advierte. Además, el cajón ha sufrido una gran evolución en los últimos tiempos, también gracias a la creciente popularidad del flamenco, y eso que apenas se asocia a este arte andaluz desde hace unas décadas, desde que Paco de Lucía lo introdujo en España hacia 1977. Según Navarro, «al ser relativamente joven, se ha adaptado a distintos estilos y ha inspirado a otros instrumentos. La madera por sí sola, sin parches de piel, tiene una sonoridad muy interesante, es resistente y, además, se desafina poco».

Precisamente, trabajar con la madera es algo que a Navarro le viene de pequeño, o eso cree al rememorar cómo ayudaba a su padre, artista y arquitecto de profesión, que siempre andaba haciendo alguna «chapuza» en casa. Lo que no heredó de su familia, en cambio, fue la pasión por la música. De hecho, cuenta cómo le producía un gran rechazo escuchar desde el salón las sevillanas que ponía su madre en la radio. Solo cuando se aventuró a estudiar fuera del país, en Alemania, le sobrevino ese inexplicable sentimiento patriótico de quien añora su tierra. De escuchar a artistas como Camarón pasó a flirtear él mismo junto a sus amigos con el flamenco. Sin embargo, no consigue decidir su preferencia entre percutir cajones o elaborarlos. «Al tocar, el calor del público llega de forma más inmediata, con el aplauso de un concierto, pero ese sentimiento llega con la misma intensidad cuando alguien reconoce un trabajo que ha costado meses». El problema, en todo caso, es vivir de ello.

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