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Desde Suiza a Portugal, de Noruega a Palermo, las revoluciones de 1848 produjeron una sacudida en Europa como nunca antes se había producido. Ni la Revolución francesa de 1789, ni la Comuna de París de 1870, ni la convulsión de los bolcheviques dieron lugar a una situación comparable. Enormes muchedumbres, a veces pacíficas y a veces violentas, se congregaron en las calles y derrumbaron el orden político que había prevalecido desde la derrota de Napoleón.
Christopher Clark, catedrático de Historia en la Universidad de Cambridge, narra todos estos acontecimientos en el libro 'Primavera revolucionaria. La lucha por un mundo nuevo. 1848- 1849' (Galaxia Gutenberg). Clark apunta que el legado de estas revueltas se mantiene aún hoy, no solo en las constituciones sino también en los estilos y mentalidades de la izquierda y la derecha.
A raíz de esos amotinamientos, los conservadores de la era posrevolucionaria aprendieron a convivir con sistemas parlamentarios representativos y a utilizar periódicos y movimientos de masas para perseguir sus objetivos. «La izquierda, que en gran medida no logró asegurar sus objetivos en las revoluciones, abandonó la política de utopía e insurrección para abrazar un amplio programa de medidas orientadas al bienestar social que posteriormente se convirtió en lo que hoy llamamos socialdemocracia», argumenta el historiador británico, autor del libro 'Los sonámbulos', que ha ejercido una influencia capital en la determinación de las causas que provocaron la I Guerra Mundial.
Para Christopher Clark, las revoluciones estallaron en una época de creciente malestar social, que se plasmaba en el hacinamiento de los trabajadores en viviendas precarias, la existencia de una importante fuerza laboral infantil y el declive de la religión en los estratos más pobres. Sin embargo, el historiador es tajante y duda del papel del descontento como fuerza de movilización social. «La miseria no causa revoluciones. Si así fuera, estas serían mucho más comunes». Según el experto, a mediados del XIX irrumpieron en escena líderes y periódicos que fueron capaces de capitalizar la insatisfacción de grandes masas de población que demandaban la reforma del derecho de voto y que clamaban contra la corrupción y los impuestos excesivos.
Según Clark, existen paralelismos entre la desazón de aquellos tiempos y el momento actual. El resurgimiento de la cuestión social, producto del empobrecimiento de los trabajadores y de las viviendas superpobladas es una coincidencia. «Otra es la disolución del antiguo espectro político-partidista y el surgimiento de nuevos movimientos de protesta que son difíciles de situar en términos de izquierda versus derecha».
Si bien las revoluciones en muchos países se sucedieron rápidamente, no hubo un efecto por el cual el estallido de una fuera el desencadenante de la siguiente. Más bien, todas las revueltas se generaron a raíz de una serie de condiciones sociales y políticas que se extendieron por todo el continente, un espacio que estaba interconectado económicamente y donde confluían elementos culturales y políticos similares.
Una cuestión que se debatía entonces, como la «pobreza obrera», continúa siendo hoy uno de los asuntos candentes en política social. «Y la relación entre capitalismo y desigualdad social sigue siendo objeto de escrutinio», aduce el historiador.
Otros resultados de aquellos levantamientos son muchas constituciones europeas. «El sistema constitucional suizo actual nació en realidad en 1848. Los daneses todavía celebran su constitución cada año el 5 de junio, en memoria de la que se aprobó junio de 1849. La constitución del reino de Piamonte, conocida como Statuto Albertino y sancionada en marzo de 1848, se convirtió posteriormente en la constitución de la recién formada monarquía italiana».
En apenas un año el continente europeo hirvió en una primavera revolucionaria a la que siguió, durante el otoño, una contrarrevolución protagonizada por las fuerzas conservadoras, que perseguían aplacar las revueltas y reinstaurar el orden. Si bien los revolucionarios fueron detenidos, asesinados o tomaron el camino del destierro, las cosas nunca volvieron a ser como antes.
«En general, las revoluciones generaron una transformación en el contenido de la política europea. En lugar de la política conflictiva de 1848, muchos estados europeos adoptaron un estilo tecnocrático de gobierno cuyo objetivo era dejar atrás los conflictos de la década de 1840 y adoptar en su lugar una forma de administración gerencial basada en la experiencia técnica y la cuantificación estadística», explica el autor.
Los reaccionarios no consiguieron abolir todas las libertades y varios parlamentos conservaron las elecciones, la libertad de prensa y el sistema multipartidista.
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