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Flechazo de amor al abuelo Alberto

Dice el dicho que hay amores que matan. Pero también es cierto que otros llegan al alma, colman todos los sentidos y hasta tienen la capacidad de consolar. Incluso, alcanzan la cualidad de sanar aquellas heridas que la vida, que a veces es muy perra, nos genera en ese camino que se denomina existencia. De un amor que cuadra en la última de las categorías definidas anteriormente ha partido la cineasta grancanaria Dácil Manrique de Lara para su estreno con un largometraje documental, titulado El último arquero, que el próximo viernes, 17 de julio, se estrena en los cines de Canarias y una semana después hace lo propio en los de la península.

Domingo, 12 de julio 2020, 13:00

«Es una película coral, que nace y se desarrolla como un homenaje a mi abuelo, que perdió la memoria por un ictus y que no podía contar su historia. Por eso incluyo también a mi abuela, para que aporte su visión de su vida», explica por teléfono la realizadora grancanaria. Su abuelo fue el pintor Alberto Manrique, que se hizo un nombre en el siempre complicado terreno artístico isleño y nacional sobre todo gracias a su maestría como acuarelista. Su abuela es la violinista Yeya Millares, hermana de Manolo Millares, uno de los mayores genios de las artes plásticas del pasado siglo XX.

Junto al genio de las arpilleras, Felo Monzón y Juan Ismael, en 1950, el protagonista de este proyecto cinematográfico fundó LADAC (Los Arqueros del Arte Contemporáneo).

El documental se desarrolla como un triple viaje. Uno a través de la vida de Alberto Manrique y su mujer, otro con el que la propia cineasta protagoniza para rememorar la vida de las dos personas con las que se crió hasta que se fue a Madrid para desarrollarse profesionalmente. El tercero recae en el propio espectador desde la butaca del cine, convertido en un invitado invisible en la realidad familiar de los Manrique de Lara y Millares.

Para alcanzar este objetivo, nada sencillo, Dácil Manrique de Lara apuesta por un documental de autor, que se aleja desde un principio del formato tradicional televisivo. Por el contrario, se adentra en los terrenos de la vanguardia y, por momentos, hasta de la fantasía, dotando a la realidad que describe del mismo aroma fantasioso que sobrevolaba gran parte de la extensa y variada obra pictórica de su abuelo.

«Llegas a un punto en el que si puedes contar la historia desde la propia realidad de los protagonistas, resulta mucho más interesante. Si los pones en las situaciones cotidianas, hay una verdad más cercana, que ayuda a que entremos en ese hogar. Es una película de autor, no televisiva, aunque yo vengo más de la televisión. Pero siempre tuve muy claro que me metía menos cuando hablaban de una manera fría ante la cámara, sentados en una silla. Es más práctico, pero en mi caso quería hablar de una intimidad y dar el privilegio al espectador de estar en un sitio con un punto de vista diferente y cercano», subraya la directora.

La mejor manera de que esa cercanía traspase la pantalla y no se quede en la complicidad entre los abuelos y su nieta fue rodar «con un equipo técnico muy reducido», que en algunas ocasiones la incluía a ella junto con el director de fotografía y el sonidista. «El documental lo empecé a rodar, hace once años, yo sola. En aquel momento, el género no estaba tan valorado como ahora. Por su difícil rentabilidad y permanencia en las salas de proyección está considerado como obra difícil por el Ministerio de Cultural. Tenía claro lo que quería contar. Casi al final encontré a Ana Sánchez Gijón [productora y responsable de la empresa La Mirada] y lo pudimos terminar con un equipo en condiciones», rememora la cineasta y coproductora.

La aparición de Sánchez Gijón no fue la única variación importante durante el largo proceso de gestación del filme. El fallecimiento de Alberto Manrique, el 28 de marzo de 2018, resultó capital. Tanto por el evidente impacto emocional que supuso para su nieta como para el resultado final de este largometraje de 74 minutos de duración.

«El documental es la suma de tres películas: la que escribes, la que ruedas y la que montas. La que escribes es la realidad que proyectas. La que ruedas es la realidad que eres capaz de capturar. La que finalmente montas es una mezcla de las dos anteriores», confiesa.

«Fue duro lidiar con algo que no nos esperábamos», señala quien tuvo que protagonizar un «un proceso de reescritura de guion y rescatar lo que realmente quería contar», que era lo más «próximo». «Tras su muerte, se convierte en un viaje más personal y propio del que me hubiera gustado. Al morir no pudimos terminar la película como tenía pensado, tomó otra forma, aunque contábamos lo mismo, pero más desde el punto de vista de su nieta», añade.

Este giro de guion inesperado abre una vía que permite a Dácil Manrique de Lara llevar a cabo una «catarsis», que confiesa que arranca cuando decide regresar a su isla natal para filmar la historia de su abuelo.

Durante El último arquero desvela un trágico suceso que ella sufrió en la adolescencia, muy cerca de la casa familiar. «Probablemente, no contaría esa historia si él estuviera vivo, porque no sabía si lo había olvidado o no con el ictus que sufrió y que hizo que perdiera la memoria. No le habría recordado las cosas malas. Su arte me curó y sus silencios fueron muy importantes cuando me refugiaba en su estudio. Nunca le pregunté qué le había borrado el ictus y qué no», dice la cineasta.

Sin dar su nombre y sin que su rostro aparezca, Dácil Manrique de Lara desvela también en el filme que su padre la abandonó y que ni siquiera quiso reconocerla. En Madrid convivió un tiempo con él, pero esos lazos se rompieron. Menciona también a su madre, pero su protagonismo es testimonial. «La película es coral, como ya te dije, pero es un homenaje a mi abuelo. Mi padre me abandonó y me sentí abandonada. La figura paterna para mí fue la de mi abuelo. Me crié con él y con mi abuela, como si fuéramos una tribu. Mi madre era una metahistoria, ella es importante en mi vida, obviamente, pero el objetivo de la película era mi abuelo. Mi padre no ha visto la película y no mantengo relación con él. Creo que en la película he sido muy respetuosa», dice sin ambages.

Durante el filme tienen peso las imágenes familiares, grabadas con las cámaras de 16 milímetros y de Súper 8 que tenía Alberto Manrique de Lara. «Rodó algunas películas familiares, incluso un cortometraje de animación. Le encantaba rodar y disfrazarse. A veces, cuando era niña nos reuníamos en casa para verlas. Algunas imágenes las he rescatado del baúl de los recuerdos», confiesa entre risas esta cineasta que elogia el trabajo de recuperación de este material realizado en los estudios Ocho y pico, en Madrid.

Llama la atención la naturalidad de sus abuelos ante la cámara. «Mi abuela tiene tablas de actriz. Es fantástica ante la cámara», reconoce de quien, asegura, ha sido vital para que el proyecto fructificara. «Él se quejaba un poco más y se reviraba a veces cuando le indicabas lo que tenía que hacer», recuerda con cariño.

Dácil Manrique de Lara, que reconoce que su universo creativo bebe mucho, inconscientemente del que pintaba su abuelo, tiene en mente tres nuevos proyectos. «Un largo de ficción, un documental o una serie documental. Me decidiré por uno y buscaré la financiación», avanza.

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