La huerta de mamá Antonia y abuelo Perico
La historia de seis generaciones en torno a la historia de una huerta, con el volcán alterando por completo la vida de toda la isla
M. REYES
Santa Cruz de La Palma
Domingo, 5 de diciembre 2021, 01:00
¿Y si también se reactiva la colada al norte de La Laguna? Una familia del Valle de Aridane, en el suroeste de La Palma, vive con preocupación el avance de la lava, que por tercera vez ha vuelto a llegar al mar desde lo alto de Cumbre Vieja. Casa tras casa, invernadero tras invernadero, estanque tras estanque. Al golpito. Un río incandescente que fluye como plomo fundido y todo lo devora. ¿Lo último? El barrio de Las Manchas, por donde el magma baja imparable hacia el Sur. «Este termina lo que empieza, este sabe lo que se hace», dice Jasmina Afonso, la nieta pequeña de la familia que vive a los pies del valle.
Se refiere, claro está, al volcán, que ha vuelto a despertar a los palmeros en la madrugada, con sus terremotos y rugidos que el viento arrastra en forma de mar embravecido. Unas veces se estremece la taza del váter; otras se mueve la cama o cruje la estantería que soporta el televisor de 48 pulgadas. Porque esta es la historia de Zenobia Sánchez Castro y la de sus dos hijos y la de sus cuatro nietos, casi todas mujeres que se levantan todas la mañanas para sacar La Palma adelante.
La nieta chica de Zenobia trabaja en una cafetería de Los Llanos y su hermana, Diana, es enfermera en el hospital general de La Palma. Vive al otro lado del Túnel del Tiempo, la vía que comunica la bruma del Este con el sol del Oeste, y todas las semanas, tras atender el laboratorio y mirar de reojo el Covid que repunta en Santa Cruz, vuelve al Valle de Aridane para ayudar a su padre y a su hermana a cuidar de la huerta de la abuela. Porque allí, en La Laguna, a tan sólo una curva del cruce sepultado por la lava, está la casa de la octogenaria, la de su hijo Carlos Afonso y el pajero reformado por Diana para estar cerca de los suyos. Porque así se transmite la tierra en La Palma: de padres a hijos y a nietos o sobrinos, según las circunstancias de cada familia.
A diario se encuentran con familias que tenían una posición desahogada y ahora carecen de todo
El padre y las dos hijas quedan en el barrio de Triana, donde reside la otra abuela, Fela González Díaz, porque Carlos ha sido evacuado de La Laguna y ahora vive allí con su exmujer, Cristina. Es la hora de comer y dejan el café para después. Saben que a las seis tiene que estar todo el mundo fuera de La Laguna. Así son las normas para acceder a las áreas restringidas. El primer disgusto llega con la Guardia Civil, que sólo deja tres cuartos de hora para atender la huerta; el segundo contratiempo se produce al subir a la azotea, que está repleta de ceniza y no dará tiempo de retirarla toda. El agente apunta los DNI, abre el control de carretera y ordena a Protección Civil que siga al improvisado convoy de limpieza.
Carlos, Diana y Jasmina se organizan con la pala, la escoba y la regadera. Están preocupados por la borrasca anunciada para estos días. El padre y la mayor barren la arena negra de las tejas; la pequeña le tiene miedo a la escalera y se encarga de las gallinas: primero les pone de comer y de beber; luego retira una veintena de huevos, más tarde riega las mil plantas que Zenobia tiene repartidas por la casa. Lo hace como puede, dándole preferencia a las flores de los patios porque no les llega el agua de la lluvia.
Aquello es una selva de helechos, un remanso de anturios y orquídeas que resisten bajo el volcán. Porque desde la azotea se ven sus explosiones, se huelen sus gases y se sienten sus bramidos. «Al principio, antes de que desalojaran La Laguna, tuve que poner cartones en las ventanas porque el traqueteo de los cristales no te dejaba dormir», recuerda Carlos, que ese 19 de septiembre, cuando la pesadilla comenzaba, entró pegando gritos donde Zenobia. «¡Mamá, hay fuego pegado en la Cumbre!». Pero no era fuego, no, sino el volcán que estallaba, le replicó Zenobia, que se alongó al cielo y lo vio «clarito» desde su casa.
Ambos tenían aún fresco el incendio del mes pasado, con temperaturas de infierno y un viento «endemoniado» que quemaba viviendas y cultivos, desde El Paso hasta La Laguna, salto tras salto hasta detenerse el fuego en la misma huerta de Zenobia, donde los vecinos lo contuvieron con el estanque y la bomba de agua hasta que llegaron los bomberos. «Primero el incendio y ahora el volcán. Pensé que todo se quemaba», añade la octogenaria.
Pero no. La huerta sigue en La Laguna, quieta como el dinosaurio de Monterroso, a la espera de que vuelvan a correr hijos, nietos y sobrinos; de que alguien la despierte de este cuento de pesadilla. No hay conejos ni están las cabras o el chiquero. Tampoco tuneras en el morro ni queso ahumado a la entrada, pero las gallinas permanecen en ese pedazo de tierra, victoriosas frente a la extinta 'tiendita' de Loira. Porque allí «mamá Antonia» y «abuelo Perico», según la generación que cuente la historia, criaron a dos varones y a siete hembras. Al principio en Los Palomares, después en la casa definitiva de La Laguna, donde vivía 'Mamá Toa' y su hijo Pedro Sánchez, Perico, conocido en toda La Palma como el pisaflores por sus maneras de albañil de otro siglo.
De las nueve hermanas y hermanos quedan cinco vivas, alguna con bisnietos en Gran Canaria o nietas en Tenerife. Entre los que siguen en La Palma, claro está, Zenobia, que de La Laguna ha tenido que irse a Los Llanos por culpa de la lava, donde convive con su otra nieta, Jenny; con su hija, Lourdes y con el marido de ésta, Clemente, quien, con 72 años, acude a desflorar los plátanos siempre que puede. El espacio es reducido y ninguno se queja, al menos no con amargura, porque saben que hay familias en peores condiciones: vecinos que lo han perdido todo y están hacinados en garajes y caravanas; amigos que viven de la caridad de otros o realojados en los hoteles para evacuados, porque no llegan las ayudas ni las casas prometidas y esas historias de penuria comienzan a circular por el Valle.
Resignación
No se quejan pero se lamentan, porque dejar la vida atrás para meterte en un piso con la nieta, la hija y el yerno es complicado, sobre todo si llevas más de 80 años en la huerta, con tus animales y tus flores y tu queso ahumado. «Antes me entretenía con las gallinas y las plantas, pero aquí me siento enjaulada», revela Zenobia, que no ha pisado la calle desde que la desalojaron de La Laguna a finales de septiembre. Va del sillón a la cocina y de la cocina a las ventanas del inmueble. Le molesta el bullicio de la ciudad y echa de menos a Fraile, su pastor garafiano, que se ha ido para Triana con su hijo Carlos. El perro revira el colmillo cada vez que se le acerca un extraño.
Y no es Zenobia una mujer timorata, más bien al contrario. Con 60 años cumplió una vieja promesa y se sacó el carné de conducir, convirtiéndose en la comercial de Avon con más productos de belleza vendidos en la Isla. Lo cuenta con orgullo Jenny, la nieta y propietaria del piso de Los Llanos, que es profesora en Puerto Naos, uno de los tres colegios evacuados junto a Los Campitos y La Laguna. Convivir en casa y en la escuela con el duelo permanente de la pérdida tampoco es fácil para nadie. A diario se encuentra con familias que tenían una posición desahogada y ahora carecen de todo; o con alumnos que sufren el cambio forzoso de colegio, o con la suspensión de las clases debido a los gases tóxicos del volcán. Esa mala calidad del aire y la lluvia de cenizas, te obligan a vivir con las ventanas cerradas, todo lo contrario a las recomendaciones sanitarias para prevenir el covid en interiores, esa pandemia olvidada por el volcán que sigue con el mundo patas arriba. De ahí que todo se ralentice y se vuelve difícil en el aula.
A sus padres, Lourdes y Clemente, tampoco les resulta sencillo aceptar la nueva realidad. Salieron desde el minuto uno de La Bombilla, «con lo puesto», alertados por las autoridades del peligro de desprendimientos; de la posibilidad de quedarse aislados por la erupción. Allí, a los pies de la marea, entre Los Llanos y Tazacorte, se entra y se sale por el mismo sitio. La lava, además, ha engullido Los Guirres y el Charcón, playas muy cercanas a este poblado costero, que permanece en exclusión desde entonces. Nadie entra y nadie sale. La Bombilla es un gran manto de ceniza que se confunde con la arena negra de esa cala de rocas.
Ese mismo manto tiznado es el que Carlos y sus hijas se afanan en quitar de la huerta de Mamá Toa; o de abuela Antonia y de abuelo Perico; o de Zenobia y Felipe, el marido fallecido; o de Carlos y hasta de Diana y de Jasmina. Porque allí, entre higueras, tuneras y aguacates se cruzan los destinos de Los Sánchez, de Los Castro y de Los Afonso, dando origen a una saga familiar en la que no faltan los viajes a Cuba y a Venezuela, una saga familiar que se mantiene viva en Gran Canaria, Tenerife y La Palma, donde todo el mundo tiene un primo que conoce a otro primo que vive en Los Llanos.
Son casi las seis y hay que salir de La Laguna. Al final, los tres cuartos de hora de la Guardia Civil han dado para mucho. Afuera el volcán continúa con su discurso de fuego. Unas coladas avanzan y otras se quedan quietas, pero todas, de una manera u otra, acaban por rellenar los huecos hasta alcanzar la costa. Ahora le toca el turno a la que estaba parada en Las Manchas. Cae el cementerio y sus más de 3.000 difuntos, todo lo que está hacia el Sur está en peligro. Esperemos que no se cumpla la profecía de la nieta pequeña de Zenobia, esperemos que la colada más al norte de La Laguna siga quieta. Su familia, por el momento, ha perdido dos fanegadas de terreno en esa zona.