El legado olvidado de Celestino Ramírez, el último salinero de La Isleta
Casi 70 años después de que perdiera las tierras, sus nietos reclaman al Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria que se convierta en una zona didáctica para recuperar la historia de las salinas de El Confital
Celestino Ramírez, el último salinero de La Isleta, dejó un legado imborrable en la capital, desde que en 1956 perdieron las tierras que explotaban en El Confital. Hoy, sus nietos piden al Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria celeridad para convertir este enclave, perdido en la memoria de muchos ciudadanos y ciudadanas, en una zona didáctica con infografías y paneles informativos.
«Esto es un legado que no podemos dejar perder, es parte de nuestra historia y de la ciudad», afirma José Francisco, uno de los nietos de Celestino. «Había 357 tajos, cada uno de cuatro por cuatro metros. Por desgracia, ya no hay manera de reconstruirlo todo. Pero sí nos gustaría rescatar algunos pedacitos, conservar ese recuerdo», cuenta José Francisco Ramírez, recordando que hace ya 69 años que todo esto dejó de estar operativo a finales de 1956, cuando él tenía apenas seis años.
Los cinco primos nacieron en las salinas del Confital. Todos, sin excepción: por orden de edad, Manolo García, Juan Hernández, Pepe Ramírez, José Francisco Ramírez y Celestino Ramírez. Aseguran que siempre han estado muy compenetrados y unidos.
Todo esto fue creado y levantado por su abuelo, Celestino Ramírez. «Llego desde Ingenio con solo 16 años como aprendiz del anterior salinero, en 1884, y con el tiempo terminó haciéndose cargo del terreno, allá por el año 1900. Llegó siendo un chiquillo, pero aquí se quedó para siempre», relata Pepe Ramírez.
«Nunca supimos qué fue lo que le trajo aquí con exactitud, pero lo que sí sabemos es que se casó con nuestra abuela en la iglesia de Santo Domingo, en Vegueta. El cura, al ver que los dos tenían el mismo apellido, se negó al principio: 'Ustedes son primos', les dijo. Entonces mi abuelo le respondió: 'Pues si no nos casa, nos arrimamos'. Y al final, el cura terminó cediendo y casándolos», recuerda Juan Hernández con una sonrisa.
Ahora, otro mundo: «Hoy en día tú miras hacia abajo y ves que no hay nada de lo que un día construimos. Es una pena, sobre todo para nosotros que vivimos esto de primera mano». Por otro lado, estaba Carmen Ramírez, la pintora. «Esa mujer tenía un verdadero potencial artístico. Mandó muchas obras fuera de aquí, incluso hasta América. Enseñó su técnica a otros pintores. Era una mujer paciente, con una sensibilidad especial. Desde los ocho o nueve años ya destacaba en la tierra», cuenta José Francisco Ramírez con sentimiento.
Todo terminó con amenazas: «Fue en plena dictadura, en aquellos años duros que llegaron hasta los 60 con Franco a la cabeza. A base de presiones, engaños y abusos, la familia Bravo -propietaria del suelo tras recuperarlas del Ejército, que lo había requisado en 1923 durante la dictadura de Primo de Rivera- logró arrebatarle las tierras a mi familia» tras un procedimiento judicial en el que Celestino fue engañado por su abogado. «Incluso tenían un sicario que era conocido como Antonio 'el bandido'. Venía a caballo, con la escopeta al hombro, a amedrentar a los nuestros. Fueron tiempos de miedo».
Para sus nietos, Celestino Ramírez sin apenas tener estudios, era casi un ingeniero hidráulico. «Él no sabía leer ni escribir bien, pero tenía una inteligencia natural impresionante. Personalmente, lo considero un verdadero ingeniero», afirma Pepe orgulloso de su abuelo.
Disfrutaba con lo que hacía, se notaba en cada detalle del diseño que ideó: «Barreras para las lluvias, para evitar que el agua dulce se mezclara con la salada. Lo pensó todo, hasta el más mínimo detalle. Lo suyo era energía verdaderamente renovable, pura sabiduría popular puesta al servicio de la tierra».
El proceso
El proceso consistía en conducir el agua a estanques o parcelas poco profundas, donde el sol y el viento la evaporan progresivamente hasta que la sal cristaliza y puede ser recogida y secada para su posterior venta. O lo que es lo mismo, todo comenzaba en el molino y el pozo de captación de agua de mar. «Estos pozos fueron cavados directamente en la roca, aprovechando que la piedra actuaba como filtro natural: así el agua entraba limpia, sin residuos del mar», explica Juan.
Para extraerla, se utilizaba un sistema impulsado por una veleta conectada a un émbolo en el fondo del pozo. «El agua subía hasta un pequeño murete y, desde allí, se conducía al estanque», añade José Francisco.
De ese estanque, el agua pasaba a los cocederos. «No había electroválvulas como ahora: todo era manual. Se utilizaban piedritas para abrir las compuertas y dejar pasar el agua poco a poco, controlando el nivel para que no se llenara del todo. Entonces, comenzaba la evaporación. Y con ella, la sal se iba formando», cierra Juan.
La camioneta de reparto
La camioneta de reparto era una Chevrolet GC-2805. «Transportaba la sal en sacos de 50 y 25 kilos, distribuyéndola por toda la ciudad semanalmente: desde el Puerto hasta Vegueta, pasando por Guanarteme y otras tiendas de ultramarinos. Vendiéndose el kilo a 50 céntimos de peseta», destacó Juan.
De jóvenes no se aburrían en las salinas: «Siempre había algo que hacer entre los primos: hacer los mandados, ir a pescar, rebuscar entre las espinas y las cabezas. En la casa de madera se hacían bailes, se afilaban las agujas con un tocadiscos de cuerda... La vida, aunque sencilla, estaba llena de movimiento. Nosotros no parábamos de hacer cosas juntos, siempre disfrutábamos haciendo tonterías», dijo entre risas Manolo García.
«Llevamos esperando 15 años a que el Ayuntamiento instale paneles informativos sobre la actividad salinera en El Confital, con el fin de crear una zona didáctica para visitantes», concluyen los primos Ramírez.
El concejal de Ciudad de Mar, Pedro Quevedo, ha recogido el guante recientemente, tras la recuperación de unos de los búnkeres del Confital, y anunció que se recuperará el valor etnográfico e histórico de esta zona de la costa capitalina.
Cabe destacar que las salinas de La Isleta (El Confital) fueron las únicas de Canarias construidas sobre barro. En cambio, las de Janubio (Lanzarote), y las de Faneque (Arinaga), están ubicadas sobre roca por lo que aún le da más valor al trabajo de Celestino.