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Unos 50 halcones de distintas especies y de ambos sexos integran actualmente la plantilla de rapaces del Centro de Control de Fauna del Aeropuerto de Gran Canaria, operativo los 365 días del año y gestionado desde 1998 por la familia Carmona. Son Antonio Carmona padre y sus cuatro hijos, Antonio, Miguel, José y Sara, cetreros por vocación y responsables de que ningún pájaro se cruce con los aviones que aterrizan y despegan.
Los Carmona crían al plantel de peregrinos, jerifaltes, sucres, harris e híbridos de estas especies que evita que las gaviotas que duermen en la bahía de Gando y las palomas que lo hacen en el Roque de Gando, entre otras bandadas del entorno, vuelen por donde salen y llegan las aeronaves.
«Hacemos que cada uno haga del aeropuerto el territorio propio de caza que tendría si viviera en libertad», explica el patriarca de la familia.
Los educan desde que rompen el huevo con apenas quince gramos hasta que se convierten en adultos agresivos de 950 gramos (halcones peregrinos) o de 1,2 kilos (jerifaltes). Y mientras crecen, las hembras más que los machos, les enseñan a hacer vuelos de marcaje, para dejarse ver por sus presas, y de ataque, para alejarlas del aeropuerto o acabar con ellas si hace falta.
Suelen soltar a estos depredadores cerca de los andenes militares, la zona por donde más pasan otras aves, pero los vuelan en cualquier punto del aeródromo donde haga falta, anillados y con un GPS, desde el guante de su mano izquierda. De allí vuelven a sus aviarios, donde permanecen atados en todo momento porque si no estarían peleándose todo el día.
Antes de cada vuelo, que se suceden de mañana y tarde, siempre de día y a horas distintas para que las presas no se acostumbren a un horario, el animal es pesado porque controlar ese dato es vital para que mantengan el instinto natural. Por eso cuidan su alimentación, que consiste, desvela el padre, en muslos de pollo, codornices, palomas y gaviotas. Cada ejemplar devora 200 gramos diarios.
Todos tienen nombre propio y cada uno se lleva con un solo cetrero «por pura simbiosis», dice Antonio Carmona hijo mientras sostiene a Raven, un peregrino macho. Cuenta que Freya, otro ejemplar, presiente la llegada del padre. «No lo puede ni ver», desvela. Sin embargo, «lo que siente por el hijo no es amor, se llama obsesión», bromea su hermana Sara.
Hablan delante de una docena de halcones que aletean y se revuelven en un aviario mientras esperan su turno para limpiar el cielo. Son seleccionados en función de su edad, si están mudando el plumaje, el peso, su comportamiento y varias incógnitas que solo los cetreros saben despejar. «La cetrería es un arte», sostiene el patriarca Carmona.
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