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La historia de los últimos 50 años de El Ejido, en Ingenio, está escrita en una barbería, la de Juan Rodríguez Ortega. El barrio creció y cambió, pero este pequeño negocio, que cerró en 2018, conservó su esencia, ajeno a las modas y tan fiel a las tradiciones del oficio que hoy su recuerdo y su mobiliario se han convertido casi en piezas de museo.
Por eso la organización de la 28º edición del Festival Internacional de Folclore 'Muestra Solidaria de los Pueblos', que este domingo se clausura en Ingenio, quiso que aquella barbería de El Ejido, con un valor etnográfico indudable, formara parte de una de las exposiciones que se montan en el marco de este encuentro y que todavía podrá visitarse esta tarde, de 18.00 a 20.00 horas, en el Centro Cultural Federico García Lorca.
Es una reproducción bastante fiel de lo que fue. Permite que los visitantes puedan hacerse una idea de cómo era la que durante años fue la única barbería de El Ejido, abierta durante 52 años en un cuarto de la calle León y Castillo, pero aquellos que la conocieron abierta y en funcionamiento sentirán que le falta algo: le falta el alma de quien la convirtió en su vida. Así lo ve una de las hijas de Juan, Esther Rodríguez, mientras mira con nostalgia la silla, las tijeras o las fotos de la pared, piezas todas que la sumergen en recuerdos.
Juan, que falleció con 77 años en 2021, estaba tan unido a su barbería y a su barrio que se fue apagando, poco a poco, en cuanto la enfermedad lo obligó a romper con una rutina de 56 años de servicio al oficio, a sus clientes y a su pueblo de siempre. «La vida de mi padre fue toda en El Ejido, no salía de aquí».
Su madre, Carmen Castro Méndez, la mujer de Juan, resume así el día a día del padre de sus 6 hijos: «Llegaba al mediodía, comía, se acostaba un ratito, se levantaba y otra vez a la barbería. Venía por la noche, cenaba y se acostaba». Y así de lunes a sábado.
Juan, que tenía una discapacidad en una de sus piernas, empezó en el oficio de la mano de su madre, que regentaba una tienda de aceite y vinagre y le buscó alguien que lo enseñara a pelar, que era lo que le gustaba. Carmen hace memoria y recuerda que empezó con 17 o 18 años «aca Juan El Gordo» y que después siguió con Manuel, otro barbero de El Ejido.
«Cuando Manuel murió, puso la barbería por su cuenta, primero fue en un cuartito que le dejó su abuelo José y después, justo enfrente, en una habitación que le alquiló Juanita». De allí no se movió más. Carmen se inició también en el oficio, pero por poco tiempo. En cuanto creció la familia se dedicó a sus hijos, aunque siempre llevó la intendencia del negocio.
«Yo le hacía las batas o los paños para los clientes, que por entonces eran de tela. Me pegaba la de Dios haciéndole los paños, que luego había que lavarlos y plancharlos». Primero a mano y ya después con la ayuda de la lavadora. «Eso era todas las semanas y también le limpiaba la barbería». Así, explica, fueron saliendo poco a poco y formando una familia que hoy ha ganado 10 nietos y 2 bisnietos.
Ese legado es fruto de un esfuerzo compartido, una vida dedicada al trabajo y a un oficio por el que su marido se desvivía. «Cuando por la enfermedad le amputaron una pierna, clientes de toda la vida siguieron viniendo a casa a que los pelara aquí». Eso lo mantuvo conectado al mundo y a su barrio. «Pero al perder las dos piernas se le acabó la vida» y solo se medio consolaba «mirando desde la ventana hacia El Ejido».
Y es que Juan no solo pelaba en aquel cuarto. Su barbería se parecía más a la casa del pueblo. «Su vida era la barbería, para él no era un trabajo. Si pusiéramos una cámara rápida y viéramos los cambios que ha habido en El Ejido, cambios de calle, de casas, la paradas de taxis..., veríamos que la barbería siempre estaba intacta», reflexiona Esther Rodríguez en un intento de explicar por qué tuvo tanto arraigo en este barrio y en el municipio.
«Iba la gente a leer el periódico, o a hacer trueque, como si fuera un mercado chico, uno llevaba una caja de naranjas y otro traía otra de aguacates, aquello era así,... y pasábamos los hijos o los sobrinos». Recuerda que su padre metía todo el dinero suelto en un cajón y siempre les daba alguna monedilla. Hasta los taxistas iban a coger caramelos. Como aquel que cariñosamente llamaba papá a Juan y al que un buen día le gastó la broma de ponerle pimienta en el caramelo. «Se lo metió en la boca camino de Las Palmas y tuvo hasta que parar el coche», cuenta Esther entre sonrisas.
Por las manos de su padre, que pelaba siempre a tijera, muy poco a máquina, pasaron varias generaciones: abuelos, hijos y nietos. «Era curioso porque los chiquillos iban a cortarse el pelo y él sabía dos peladas. Les decía: Siéntate, que te lo hago. Pero hacía la que le daba la gana y luego les gustaba», sonríe su hija. «No lavaba la cabeza, sino que usaba el 'fuchi fuchi', y no cobraba más de 7 u 8 euros».
Pero a buen seguro los que iban a la barbería de Juan no solo iban a por un corte de pelo. Aparte de su talento, Juan les regalaba buen humor, conversación y buena acogida. «Venían gentes de toda la isla y de todas las profesiones, hasta un piloto que aprovechaba las escalas en Gran Canaria para que lo pelara Juan».
De todo eso hay un poco en cada uno de los objetos que les queda de aquella barbería y que la familia conserva como oro en paño en un cuarto de la casa familiar. Guardan hasta la caja de las peladas a domicilio. Les tienen tanto apego que, como confiesa Carmen, les costó cederlos para la exposición. Al final les pudo la generosidad de compartir el orgullo de una mujer, unos hijos y unos nietos que llevan a gala que en Ingenio y en la isla se los conozca por su parentesco con Juan, el barbero de El Ejido.
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