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¿Cómo empieza una guerra? Es una pregunta con difícil respuesta. ¿Con el primer tiro? ¿Con el primer misil? ¿O con la primera muerte? Pero también es complejo responder a cuándo acaba. ¿Cuándo? ¿Con el armisticio? ¿Con la rendición de la otra parte? ¿O con la recuperación del último ser vivo herido? La lista de víctimas de conflictos armados está llena de nombres y apellidos son la gran pérdida y el principal daño. Luego, con el paso del tiempo, han llegado los cálculos económicos, el coste monetario de las escaramuzas, pero… ¿Y la naturaleza? Es una gran olvidada.
Los conflictos armados tienen consecuencias que van más allá de las víctimas del armamento. Las listas de pérdidas acumulan nombres y apellidos de personas, pero «nos olvidamos de la fauna terrestre», asegura a este periódico Oleksii Vasyliuk, portavoz Ukraine War Environmental Consequences Work Group. «Sabemos que hay casos de destrucción completa de toda la población animal», añade.
En febrero de 2022, las primeras bombas del ejército ruso cayeron sobre el Donbás y a los pocos días las tropas del Kremlin llegaron a las inmediaciones de Kiev. Desde entonces, las batallas se suceden día tras días con víctimas humanas, daños materiales y más del 30% de las zonas de las áreas protegidas ucranianas, más de 1,24 millones de hectáreas, «han sido bombardeadas, contaminadas, quemadas o afectadas por maniobras militares», según la revista Yale Environment360, citando datos del Ministerio de Protección Ambiental y Recursos Naturales de Ucrania.«Se están destruyendo zonas de conservación de la naturaleza, cuya protección duró unos 100 años», advierte Vasyliuk. «Solo por recordar: Ucrania es el hogar del 35% de la biodiversidad europea y cada de una de cada tres especies bajo protección», señala Doug Weir, director del Observatorio de Conflictos y Medioambiente (CEOBS).
En las áreas protegidas ucranianas se encontraban tritones alpinos, linces, ratones de la nieve, tejones, búhos reales, musarañas alpinas, urogallos. «Estas especies son las que más han sufrido por los bombardeos», señala Vayliuk. «No tienen ninguna posibilidad de escapar de las explosiones», añade. Ni tampoco pueden hacerlo de las inundaciones.
Hace un año, la presa de Kajovka en Jersón (Ucrania) se vino abajo y «se inundaron 120.000 hectáreas de los territorios de los parques nacionales y las reservas de la biosfera», detalla el portavoz Ukraine War Environmental Consequences Work Group. «Todos los animales de esta zona, desde los grandes hasta los microscópicos habitantes del suelo murieron en pocas horas», apostilla.
Doug Weir
Director del Observatorio de Conflictos y Medioambiente (CEOBS)
Ucrania es el último de los conflictos que ha golpeado el Viejo Continente, pero no el único conflicto en el planeta en la actualidad. A decenas de miles de kilómetros también resuenan las bombas en Gaza. Las imágenes de los satélites que viajan alrededor del planeta revelan como el verde de los campos y huertos palestinos se han convertido en extensiones de arena y destrucción. Ucrania y Gaza son dos cicatrices en la naturaleza aún abiertas, pero no es la única huella bélica en el mundo.
A menos de 1.000 kilómetros de la Franja de Gaza, los iraquíes se reponen de los últimos años de contienda. Hace 8 años, en el verano de 2016 -recuerda la oenegé holandesa Pax-, el medioambiente volvió a usarse como arma de guerra.
El Estado Islámico, según el informe 'Living under a black sky' de esta organización y presentado ante las Naciones Unidas, usaba el río Tigris como fosa común -en una ocasión llegó a arrojar al agua al menos 100 cadáveres a la vez-y vertía crudo o sustancias tóxicas en lagos y ríos. Además, de ahí el título, los pozos petrolíferos ardieron durante meses «expulsando al aire numerosos contaminantes que la propia población respiraba», reveló la investigación de Pax. Durante estos incendios, documenta la oenegé, se liberó al aire dióxido de azufre, dióxido de nitrógeno, monóxido de carbono, níquel, vanadio y plomo.
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Más allá de la contaminación del suelo y de las aguas. «Estas sustancias pueden causar graves efectos a corto plazo sobre la salud, especialmente para las personas con enfermedades preexistentes», revelaba el informe.
Con el paso de las semanas, los meses y los años; los frentes de la guerra van moviéndose y variando. Los bombardeos se centran en ciudades, pero en tierra los bosques sirven como refugio y como almacén. «La deforestación es otro de los impactos indirectos de la guerra», explica Weir. «En Siria, encontramos que la destrucción de los bosques estaba cerca de los pueblos y campamentos de los refugiados», comenta Angham Daiyoub, investigadora predoctoral del Centro de Investigación Ecológica y Aplicaciones Forestales (CREAF). En este país de oriente medio, tras más de una década de guerra, se han perdido alrededor de 63.700 hectáreas de bosque o lo que es lo mismo el 19,3% de la cubierta forestal. «Esta superficie es equivalente a prácticamente toda el área metropolitana de Barcelona», compara Daiyoub, que ha investigado esta pérdida de naturaleza en Siria.
Una de las causas son los bombardeos de artillería. Las explosiones y los ataques provocan incendios forestales difíciles de extinguir en un contexto bélico. En Ucrania en los primeros días de contienda ardieron más de 100.000 hectáreas y se dieron hasta 31.000 incendios. «Muchas bombas cayeron sobre la zona esteparia y ahí los bosques son artificiales y arden más rápido», explica Oleksii Vasyliuk. «Por cierto, los incendios también aceleran la propagación de plantas invasoras», apostilla este ciudadano ucraniano.
La segunda de las causas de la deforestación es el desplazamiento de personas. «Los refugiados que huyen de la guerra lo hacen sin nada», detalla Daiyoub. «Llegan a zonas donde necesitan de la naturaleza para sobrevivir y, a veces, acaban usando sus recursos de una forma insostenible», advierte.
El uso de los bosques como trinchera no es una táctica de las guerras del siglo XXI. En las contiendas de la II Guerra Mundial ya lo eran. Un estudio de la Universidad Johannes Gutenberg (Alemania) reveló que los bosques de pinos y abedules en Noruega «tuvieron un impacto ambiental importante en esa época».
Su investigación se centró cerca de Tromso, al norte de Noruega, donde el famoso acorazado nazi Tirpitz se refugiaba de los bombardeos de los aliados. Allí, las tropas de Hitler usaron una niebla química para ocultar su flota en 1945. Las pesquisas, siete décadas después, lideradas por Claudia Hartl-Meier revelaron que ese compuesto afectó al crecimiento de los árboles. Pero a los años, volvieron a recuperar su vigor. «La naturaleza puede ser asombrosa recuperándose de daños graves», responde Weir. Aunque alerta que «es posible que no vuelva a ser como antes, que se instalen especies diferentes o que el hábitat que se recupere sea menos diverso que antes».
A pesar del paso de los años y los esfuerzos de restauración, muchas zonas del Viejo Continente aún tienen cicatrices del pasado. También en España. «La contaminación de la guerra persiste mucho tiempo después», señala la investigadora del CREAF. «Con el paso de los años tendremos que estudiar la contaminación provocada por los bombardeos en los campos de Ucrania y ver cómo afectará al precio de la alimentación», comenta el director del Observatorio de Conflictos y Medioambiente.
El zinc, el plomo, el cobre o el manganeso, entre otros, tardarán años en desaparecer de las tierras y las aguas de Ucrania. «Aún se pueden ver en Europa zonas dañadas por los combates de la Primera Guerra Mundial», recuerda Weir. «Si seguimos vivos-firmaOleksii Vasyliuk en un correo electrónico-,tendremos que dedicarlo a la reconstrucción tras la guerra».
Pasará el tiempo, en Ucrania; o en Gaza; o en Iraq; o en Afganistán. Lo primero es el armisticio, luego la paz y, finalmente, la reconstrucción de las ciudades y la naturaleza. «Tienen que participar las comunidades afectadas y los culpables tendrán que pagar compensaciones», denuncia Weir. Quizá, las guerras acaben cuando se paga el último euro, dólar o libra del daño material se ha cometido.
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