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Operarse a uno mismo rara vez es una buena idea. Los anales de la autocirugía están repletos de iluminados y de ignorantes. Y, en fin, también de personas que no sobrevivieron al intento. Pero hay casos de médicos que, por alguna razón, se han operado a sí mismos con éxito. La referencia ineludible es el cirujano estadounidense Evan O'Neill Kane, que en 1921 se extirpó su propio apéndice, con la intención de demostrar a sus colegas que la intervención se podía abordar con anestesia local. Kane era uno de esos personajes impagables que abundaban a principios del siglo XX, un innovador que instaló un gramófono en el quirófano para entretener con música a los enfermos y que, al final de su carrera, firmaba sus operaciones tatuando en la piel del paciente una K en código morse. En realidad, su apendicectomía la remataron sus asistentes, que se encargaron de coserle, pero Kane reincidió once años después con un empeño todavía más ambicioso: se operó a sí mismo de una hernia inguinal.
El otro hito en esta estrafalaria parcela de la medicina es también una apendicectomía, la de Leonid Rogozov, un cirujano soviético de 27 años que en 1961 estuvo entre los fundadores de la base antártica de Novolazarevskaya. El equipo de doce personas llevaba cinco meses allí cuando Rogozov empezó a notar los síntomas inequívocos de una apendicitis. Al principio, lo ocultó a sus compañeros: «¿Quién podría ser de ayuda? El único contacto de un explorador polar con la medicina suele haberse producido en el sillón del dentista», escribió en su diario. Pero su estado empeoró y se dio cuenta de que la única posibilidad de salvar la vida era operarse a sí mismo: reclutó al meteorólogo de la estación polar, para que le hiciese de instrumentista; al mecánico, que se ocuparía de sostener el imprescindible espejo, y al director de la base, como reserva para el caso de que alguno de los otros se desmayase. La operación duró hora y tres cuartos y salió bien, aunque el cirujano soviético siempre se quitó importancia: «Era un trabajo como cualquier otro, una vida como cualquier otra», solía decir.
La autocirugía tiene otra variante: la de las personas sin estudios médicos que se ven obligadas a improvisar una operación de circunstancias para salvar la vida. Aquí la práctica más habitual son las amputaciones de un miembro atrapado, que hasta tienen un referente clásico en Hegesistrato, el adivino apresado por los espartanos que se mutiló un pie para liberarse del cepo. Tiene especial fama Aron Ralston, el montañero que pasó cinco días con el antebrazo aplastado por una roca y acabó cortándoselo, en una peripecia que inspiró la película '127 horas', pero la nómina es muy amplia y está repleta de historias espeluznantes, como la de Sampson Parker: este granjero de Carolina del Sur estaba recogiendo el maíz en 2007 cuando la cosechadora le pilló el brazo y se lo destrozó. Logró inmovilizar el mecanismo con una barra de hierro, pero saltaron chispas y se desencadenó un incendio, así que tuvo que actuar rápido: se amputó el brazo con su navaja John Deere. No fue su mejor día.
La acción desesperada de Inés Ramírez tenía todavía más boletos para terminar en desastre. Esta campesina de Río Talea (México) se puso de parto en marzo de 2000. Ya tenía siete hijos, pero su anterior embarazo había acabado mal y le habían comentado que el niño habría podido salvarse con una cesárea, así que esta vez no dudó: cuando comprobó que se repetían las complicaciones, bebió tres vasos de mezcal y se abrió el útero con un cuchillo. Tanto la madre como el bebé, Orlando, sobrevivieron.
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