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Catedral de Santiago, en la plaza del Obradoiro. Fotos: Rosa Palo/ Paco Rodríguez (La Voz de Galicia)
Santiago de Compostela: La piedra silente

Santiago de Compostela: La piedra silente

Un país en mascarilla ·

De la ciudad solemne, de los encuentros felices y de mi peregrinar sin fin

Domingo, 9 de agosto 2020

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Fenomenal. El pelo se me ha quedado fenomenal. Y las marines que me ayudaron a lavármelo, un encanto. Qué chicas tan apañadas, que lo mismo te invaden un país que te ahuecan las raíces. Entre el champú y el acondicionador, me comentaron que querían ir a Santiago de Compostela. Y yo, agradecida y enjabonada, que estupendo, que vamos para allá, que os llevamos. Y ellas que no, que van a pata, que durante la instrucción militar les mandaron leer 'El peregrino de Compostela', de Paulo Coelho, y, desde entonces, quieren hacer el Camino. Madre mía, cómo estará la cosa en Estados Unidos para que en Annapolis hayan pasado de los insultos creativos del sargento de hierro a la prosa cursi de Paulo Coelho, pienso para mis adentros. Total, que me han dado un toque de secador, se han vestido de paisano, han cogido su mochila y su gorra de 'Make America Great Again' y se han largado. Pasando a la altura de Ribadeo, las hemos visto desde el coche. «¡Adiós, bonicas! ¡Venga, que ya os queda poco!». Iban reventadas, las pobres.

Al llegar a Galicia, rellenamos el cuestionario del Servizo Galego de Saúde: cuando hemos puesto las localidades que hemos visitado en los últimos catorce días, la página web ha colapsado. En fin, Feijóo, si tú preguntas, yo te contesto. Hecha ya nuestra labor ciudadana, nos recibe un Santiago brumoso, pero seco. Por mucho que mi suegra, ferrolana trasplantada a Cartagena, diga que «en Santiago sempre chove», lo cierto es que hemos venido seis o siete veces y nunca nos ha llovido. Porque nosotros venimos mucho por aquí. Y, cuando digo nosotros, digo cuarenta personas. O casi: treinta y siete nos juntamos la última vez. Y eso que solo íbamos los íntimos. En el caso de mi santo, la familia nuclear es una bomba. Una cosa discretísima, de meternos en cualquier sitio: harta estoy de tener que pedirle permiso al delegado del Gobierno cada vez que organizamos un aperitivo familiar en casa. El próximo me lo busco hijo único.

Sorprende ver la ciudad casi despojada de gente, silenciosa, exuberante y solemne

Sin familia a la que atender, paseamos por un Santiago nuevo para nosotros. Acostumbrados a las multitudes de la plaza del Obradoiro, a las colas para entrar a la catedral y a las aglomeraciones que se forman en las calles cercanas, nos sorprende ver la ciudad casi despojada de gente, expuesta en toda su compostura y exuberancia. Silenciosa, hecha de piedra y solemnidad, de callejuelas y jardines, de sol gallego y sombra monumental, es un gozo pasearla. Por primera vez, deambulo por Santiago sin turistas que me interrumpan el paso. Y la disfruto. No llevamos plano en la mano, tan solo el recuerdo de los lugares en la cabeza. Tampoco tenemos prisa ni rumbo, pero siempre acabamos volviendo a la catedral, centro gravitatorio de Santiago. Entramos sin tener que esperar.

Adorar a un plasma

Dentro hay poca gente. Se oyen los ruidos de los trabajos de restauración del interior; la catedral sigue en obras. «No, al apóstol no se le puede visitar ahora, pero puede verlo en la pantalla que hay a la entrada». Vaya: ir hasta Santiago para adorar a un plasma. Pero da igual. Cualquier iglesia, ya sea catedral apostólica y metropolitana o parroquia de barrio, ya tenga un retablo barroco o una cruz desnuda, sirve para refugiarse del calor despiadado del verano, del frío crudo del invierno, del dolor atroz del espíritu. Te proporciona un minuto, o dos, o quince, de silencio en medio del bullicio cotidiano, el suficiente para rezar o para acordarte de los tuyos. Y yo me acuerdo de los míos. Y enciendo unas velas, y les pido protección, y les digo lo mucho que les quiero, y doy gracias por el tiempo que los pude disfrutar. Ojalá hubiera sido más.

Mercado de abastos, (arriba), peregrinas (en medio) y calle de Santiago de Compostela (abajo). Fotos: Rosa Palo/ Paco Rodríguez (La Voz de Galicia)
Imagen principal - Mercado de abastos, (arriba), peregrinas (en medio) y calle de Santiago de Compostela (abajo).
Imagen secundaria 1 - Mercado de abastos, (arriba), peregrinas (en medio) y calle de Santiago de Compostela (abajo).
Imagen secundaria 2 - Mercado de abastos, (arriba), peregrinas (en medio) y calle de Santiago de Compostela (abajo).

En la Capilla de la Corticela, una señora de pelo corto y canoso murmura un rezo bajo la mascarilla. En la capilla contigua, una chica pide confesión. Es tan joven que no le ha dado tiempo a cometer muchos pecados; si los ha cometido, serán veniales. No me confieso porque ya me ocupo yo de imponerme la penitencia. Sobre todo, por el pecado de la gula: esta noche, no ceno.

Al salir, vemos varios grupos de peregrinos. Unos chavales italianos se desploman sobre sus mochilas en la plaza, una chica sale corriendo para que le sellen la compostelana, una pareja de ciclistas llega hasta la puerta de la catedral. Aún subidos en sus bicicletas, a los ciclistas se les saltan las lágrimas por encima de la mascarilla, y se emocionan, y se besan. Ha sido un beso corto, pero precioso. Un beso por la satisfacción de haber logrado algo juntos. Un beso pegamento, de los que mantienen a las parejas unidas. Un beso que les ha hecho olvidar el cansancio, las discusiones, las rodillas machacadas por el pedaleo en las cuestas. Porque si el Camino nunca es fácil, este año lo es aún menos: muchos albergues han tenido que cerrar, y los pueblos de las rutas se han visto afectados por la falta de peregrinos. Pero el espíritu de los caminantes sigue siendo el mismo: tres chicas de Bilbao esperan en la puerta de la Oficina del Peregrino. Vienen desde Ponferrada; han sido nueve jornadas «un poco duras, pero ha estado bien». Quieren repetir el año que viene.

El desastre del saludo

Sin darnos cuenta, se ha hecho de noche. En la plaza del Obradoiro busco a las marines. No las veo. La tuna está tocando 'Clavelitos'. De repente, oigo mi nombre resonar en medio de la plaza. Son unos amigos de Murcia, que acaban de llegar a Santiago. La sorpresa, la risa debajo de la mascarilla, la alegría de encontrarse y el desastre del saludo, que una nunca sabe si dar el codo o hacer el saludo vulcano. Al día siguiente, comemos juntos en el mercado. El camarero nos intenta convencer para acabar con unas ostras y un espumoso, pero servidora sabe que tiene que escribir por la tarde. Y también sabe que, si le tira al espumoso, el artículo será un galimatías y tendrá que corregirlo en el coche camino de Sanxenxo. Responsabilísima y muy profesional, digo que no, que ni ostras ni vino ni nada. Las renuncias que hago yo por esta mi profesión.

Y con el disgusto que tengo: servidora iba dispuesta a hacerse la encontradiza con el rey Juan Carlos en el Club Náutico para sacarle el tema de los esponsales entre su nieta y mi heredero, que hasta me había dejado apalabrado un Balenciaga en Getaria para la boda, y resulta que el emérito se ha ido. Que se ha pirado. Así no hay manera de concertar un casorio que me saque de pobre, que ya me veo otro verano más arrastrada por las carreteras de España. Pues desde aquí te lo digo, jefe: el camino de reportera es más duro que el de Santiago. Y todavía me quedan cinco artículos. Cuando vea la puerta de mi casa, me voy a poner más contenta que los peregrinos cuando ven la fachada de la catedral. A mí sí que se me van a saltar las lágrimas. Y los botones de los vaqueros.

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