¿Tanto importa la realidad? Las falsas ruinas de Pannini
Un paseo por el tiempo ·
El cuadro del pintor, otro enamorado de Roma, recrea el foro como un paraíso en todo su esplendorPepe Pérez-Muelas
Miércoles, 16 de julio 2025, 23:04
Piense usted, que podía haber nacido conde, o duque, o marqués, propietario de un chateau o de un palacio inglés, en el siglo XVIII, el ... hijo de un lord inglés que pasa las horas entre tutores que le enseñan latín, echando troncos a la chimenea y soñando un verano romano. Imagínese haber nacido en ese punto de la historia en el que las noticias de la ciudad eterna llegaban a través de testimonios fugaces mezclados con fantasía, cuadros colgados en los clubs de geografía donde los templos decrépitos crecían a la sombra de los cipreses. Las ruinas, estará de acuerdo, son como los museos, no testimonian lo que queda del pasado, sino que sirven de advertencia para el futuro.
El cuadro que había contemplado el joven Étienne en París, o Robert en Londres, llevaba la firma de un tal Pannini. Aquello era el paraíso. El foro romano en todo su esplendor. De todas las Romas que existen, sin duda, la del mundo clásico representa el mayor grado de perfección, precisamente porque necesita de la imaginación del que observa. La iglesia barroca es exuberante. Hay exceso de mirada en sus altares y santos lacrimosos, llenos de heridas. En un templo a Júpiter el espectador se conmueve. Primero por el dios olvidado. Finalmente, porque ha sobrevivido al tiempo y a los hombres que lo quisieron destruir.
Lo supo Giovanni Pannini, pintor que pasó media vida en Roma, hablando con los grantouristas, esos jóvenes que dejaban sus comodidades europeas para transitar por la fauna mediterránea. Él vivía entre la belleza y sabía potenciarla, por eso se dedicó a pintar cuadros donde apareciesen ruinas. Ruinas y más ruinas, sin importar la ubicuidad ni la veracidad. Afloraban en sus pinturas las piedras caídas, los capiteles hallados sobre la hierba, los dioses recién despertados de una siesta milenaria.
En el centro de la obra se observa la estatua ecuestre de Marco Aurelio que hoy se encuentra en el Campidoglio
Ahora, viajero de estas páginas, observe este capricho romano. En el centro apreciará la estatua ecuestre de Marco Aurelio, que hoy se encuentra en el Campidoglio. Detrás, una suerte de Panteón con el rigor del atardecer sobre su fachada. A izquierda y derecha, templos esparcidos a voluntad, defensores de una belleza eterna, testimonio de un tiempo que solamente existe en la cabeza de los que vivimos enamorados de Roma. Luego, el viajero llega a su destino, y de aquel cuadro colgado en el club inglés, en el chateau parisino, no queda más que un regusto melancólico.
La Roma que pintó Pannini solo existe en sus cuadros, que se exhiben por todo el mundo. Hay dos ciudades, entonces. La que se pinta y la que se vive. Supieron los artistas que el amor por las ruinas llama al hombre desde su infancia. Se esconde en las letras de los libros leídos, en las enseñanzas de una vida contemplada en los museos.
El ser humano necesita recrearse en el pasado, en los fragmentos de eternidad disueltos. Roma es la prueba de que el ayer existió y que sirve para mover los días de lo hombres en la actualidad. Pannini hizo negocio con ello. Añadió más pasado a sus cuadros. El mundo entero cayó hipnotizado por las ruinas que inventó. Y cuando el viajero llegó a Roma preguntó por Roma. Y al no encontrarla, compró otro Pannini, para engañar a los futuros viajeros de su patria.
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