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Laberinto de la catedral de Lucca, del siglo XII . P. P.
Los cementerios de los pueblos dicen más que sus calles, pero me da pudor entrar

La vía Francigena en bici | Lucca–Gambassi Terme (70 km / 1 día)

Los cementerios de los pueblos dicen más que sus calles, pero me da pudor entrar

En Lucca me llama la atención su laberinto, en la catedral. ¿Cuántos peregrinos se han detenido en este mismo lugar buscando una salida?

Pepe Pérez-Muelas

Jueves, 22 de agosto 2024, 23:04

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Me despierto al amanecer en Lucca, apenas sin gente transitando por el misterio de sus calles de piedra. La geografía se va doblando antes de llegar de San Miniato, para convertirse en un sube y baja constante que durará hasta la mismísima Roma. Una fachada que resplandece como el sol, antes de llegar a Gambassi Terme, merece el final de la etapa.

El laberinto de Lucca

En Lucca están los rastros del laberinto pero no hay huellas del Minotauro. Llego una tarde calurosa, con las piernas exhaustas de pedalear, pero con el anuncio kilométrico de que aquí encontraré la belleza fabricada por los hombres. Me alejo de los bosques, de las montañas, de los caminos espinosos hechos con arena y agua, me alejo, incluso, del mar y me refugio en esta ciudad circular, construida como un laberinto cretense. Giro a la izquierda. Halló una plaza soleada. Luego a la derecha. Me encuentro el 'duomo', con su fachada de espuma perpetua, como si me hubiera estado esperando durante siglos. Aquí estoy, le susurro, y me pide que busque el laberinto.

Al ser humano siempre le han atraído los lugares sin salida. Los cretenses ordenaron a Dédalo construir el laberinto más ingenioso de todos. A los romanos les bastó Pantasilea, una isla perdida en el Mediterráneo, para castigar a sus pupilas lascivas. Los árabes abrazaron el desierto cuando pensaron en la venganza. Todos ejemplos magistrales de laberintos, pero el 'duomo' de Lucca gana a todos en sofisticación. En un lateral de la fachada, justo en el atrio que da acceso al templo, se dibuja una línea continua que hace perder la mirada al viajero. Es el laberinto más sencillo que he visto, y de ahí su fuerza. La fe transita por un camino circular, donde el pecado puede ganar la carrera por la salvación. ¿Cuántos peregrinos se han detenido en este mismo lugar buscando una salida? Fe y bicicleta, dice alguien a mi espalda. ¿Pero y si no quiero salir del laberinto?

El saludo de los cementerios

Lo he notado desde que empecé a pedalear en el Gran San Bernardo. Da igual la grandeza de sus murallas, las pequeñeces de sus calles, la soledad de sus palacios. Cuando el paisaje cede a lo humano, siempre me recibe un cementerio a la entrada de una población. En todos ellos percibo un esfuerzo por la sobriedad. Algunos están presididos por una cúpula. Bajo ella descansa una Virgen junto a una vela siempre encendida. Las puertas, de hierro, permanecen abiertas para los visitantes, que suelen ser familiares, condenados a soportar una memoria perpetua mientras estén en este mundo.

No me duelo por las rampas escaladas hoy, sino por el anuncio de las de la mañana

Paso con Bucéfalo y reduzco la marcha. Siento pudor de entrar en uno de ellos. Este que veo ahora mismo es toscano, en las bajas colinas de San Miniato. Pienso en todos los muertos que alberga este pueblo medieval, tan vacío de presente, tan lleno de muertos pasados. Existe una San Miniato que calla en este cementerio abierto, con tumbas seculares que hablan más de la historia de las calles que la iglesia y el palacio arzobispal. Pero el viajero apenas se detiene en las tumbas y busca el sol de las plazas.

Recuerdo, a la salida de Cavaglià, en una madrugada de pedaleo, la cúpula que anunciaba el cementerio. Me acerqué y aprecié cientos de velas encendidas, como una procesión de almas. No había nadie para prenderlas, para darle combustible a ese recuerdo, pero permanecían así, horas y horas ardiendo, en la soledad de esa mañana. Me llevé esa luz en la ruta, cuando el calor convirtió el paisaje idílico en un enemigo contra el que pedalear. Tras el cementerio de San Miniato habrá más cuestas que anuncien el esfuerzo físico. Me siento honrado de este dolor en las piernas. Estoy vivo y por eso pedaleo. Me lo repito cada vez que veo recortarse un ciprés en la distancia.

Nausícaa

El cansancio se puede prever. No me duelo por las rampas escaladas hoy, sino por el anuncio de las de la mañana. Las veo retorcerse a la altura de Gambassi Terme y se extenderán durante diez kilómetros más, hasta San Gimignano. Pero hoy me he ganado el descanso del guerrero en esta abadía abandonada, una de tantas que crecen por toda Italia. Sin más, anoto: un país que pierde su fe y convierte sus iglesias en áreas de descanso.

Arriba, panorámica desde la Torre Guigini, en Lucca. A la izquierda, cementerio toscano. A la derecha, Pieve de Santa María en Gambassi Terme. P. P.
Imagen principal - Arriba, panorámica desde la Torre Guigini, en Lucca. A la izquierda, cementerio toscano. A la derecha, Pieve de Santa María en Gambassi Terme.
Imagen secundaria 1 - Arriba, panorámica desde la Torre Guigini, en Lucca. A la izquierda, cementerio toscano. A la derecha, Pieve de Santa María en Gambassi Terme.
Imagen secundaria 2 - Arriba, panorámica desde la Torre Guigini, en Lucca. A la izquierda, cementerio toscano. A la derecha, Pieve de Santa María en Gambassi Terme.

Pieve di Santa María tiene una fachada simple y esplendorosa. El sol reluce en la piedra caliza y ordena el paisaje a su alrededor: los olivos, los cipreses, los caminos de tierra por los que los agricultores pasean sus labores… Me siento al raso de la noche, que aún guarda el calor de la tarde. A mi lado aparece una peregrina. No es habitual encontrar otros viajeros en esta Francigena tan desolada. Me dice su nombre. Se llama Nausícaa, y yo no puedo más que reírme porque este viaje se empeña en ser escrito por una especie de Homero que llena mis caminos de referencias odiseicas. Le digo que la primera peregrina que encontré se llamaba Penélope. Ella me confirma que no es habitual. Se sienta a mi lado. Deja de tender su ropa en esta playa de arena.

Es profesora de literatura en Milán. Camina por encontrar algo. No lo sabe aún. Yo tampoco. Pedaleo por recurrir a la belleza, le digo. Por invocar la fe en la estética. Nausícaa es libre y a ella pertenecen todas las noches de su vida. No espera a nadie. Se mueve de una isla a otra sin pedir permiso. Habita mares y se esconde de las borrascas. Yo le sonrío tras quince minutos de conversación. La noche ya se ha cerrado y salen las estrellas por la fachada de Santa María. Ella es Nausícaa, pero yo ya no soy Ulises. Me despido con la promesa de una feliz peregrinación. Vuelvo a mi celda con Bucéfalo a seguir creyendo en el mundo clásico.

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