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El Castillo se vuelve territorio fantasma

El Castillo se vuelve territorio fantasma

El silencio dominical se ha impuesto en las calles de El Castillo, tras el cierre de hoteles y la repatriación de los turistas. Tan solo unos pocos trabajadores de los servicios esenciales continúan al pie del cañón en esta localidad turística de Fuerteventura

Jueves, 1 de enero 1970

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En el supermercado de una conocida cadena de las islas, muy próximo a la Tenencia de Alcaldía de Antigua y en el entorno de un pequeño centro comercial que hasta hace solo tres semanas rebosaba de gente, prácticamente no dejan pasar de la puerta a nadie sin preguntarle si quiere unos guantes de plástico. Dentro de la tienda de alimentación, situada en una peatonal que comunica con la calle Alcalde Juan Ramón Soto Morales, apenas se ve a dos o tres clientes, como si en vez de un día de entre semana se tratase de una aburrida mañana de domingo.

Fuera del supermercado, un viandante camina por el tramo peatonal en compañía de su perro, aunque el paseo es corto y pronto regresan al confinamiento obligado de intramuros. A diferencia de lo que ocurre en Puerto del Rosario, donde en horas de la mañana se percibe cierto trasiego humano y sobre todo de vehículos, El Castillo, lugar de vacaciones para turistas británicos, se ha convertido en una localidad casi fantasmagórica, cuyo ensoñamiento es solo interrumpido por unos pocos trabajadores de servicios esenciales, entre ellos el cartero y algunos distribuidores de productos de alimentación. La imagen de las calles sin gente es desoladora, como una película del fin del mundo, pero sin destrucción.

Y es que, también en Fuerteventura, la epidemia que ha puesto contra la pared a medio mundo ha barrido el bullicio de restaurantes y cafeterías. La misma suerte han corrido tiendas de souvenirs, que tuvieron que despedirse del negocio de la noche a la mañana y que, a falta de turistas cuando se levante el estado de alarma, se enfrentan a un futuro incierto, cuando no al cierre.

Por la calle se ve a algún extranjero caminando sin perro, para ir a hacer la compra o a la farmacia. Si por algo se caracteriza El Castillo es por su turismo de larga duración, esto es, extranjeros que, atraídos por el sol y las temperaturas, vienen todos los años en invierno a quedarse tres o cuatro meses, aunque esta vez se vieron sorprendidos por la crisis sanitaria. Algunos no pudieron regresar a sus países por falta de vuelos, viéndose obligados a pasar la cuarentena en sus respectivos establecimientos y en las mismas condiciones que la población residente, es decir, sin poder salir salvo para cubrir las necesidades básicas.

Junto a la plaza de la Tenencia de Alcaldía de Antigua en El Castillo, cuyas puertas se muestran cerradas a cal y canto, hay aparcado un coche de la Policía Local de Antigua, aunque no se ve a ningún agente por la calle. En general, la gente está cumpliendo la cuarentena y, dentro de las casas, se las ingenian para que sea lo más llevadera posible. En plena mañana y en dirección a un auditorio invisible, decibelios de sonido a borbotones salen de un adosado inespecífico animando la soledad vial. Por la calle se ve al repartidor del agua, José Alberto Moncada, que va casa por casa dejando garrafas de la empresa Aguacana. «Es verdad que ahora se está vendiendo un poco más de agua que antes del estado de alarma, pero tampoco es tanta la diferencia», explica desde la furgoneta de reparto.

Entre los pocos que están ocupados estos días también se encuentra Andrés Cedeño, que trabaja para Quesería El Faro, de Lanzarote, y que de lunes a viernes se desplaza a Fuerteventura para repartir quesos por supermercados de la isla. «Las ventas han bajado un poco porque antes del estado de alarma también repartíamos por cafeterías y restaurantes, que ahora están cerrados», explica mientras saca de la furgoneta un lote de quesos para un supermercado de la localidad turística.

Y mientras El Castillo hiberna, su razón de ser se toma un descanso: en su playa, rehabilitada o sin rehabilitar según para quién, cientos de hamacas amontonadas bajo las sombrillas se mantienen a la espera de tiempos mejores.

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