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Es asombroso revisitar 'Los Soprano', que se emitió entre 1999 y 2007, y darse cuenta que no ha envejecido nada mal. Que quizás será que las comedias tienen que pasar un peor trago cuando las vemos generando situaciones absurdas veinte o treinta años después. O no, simplemente que esta serie, esta ficción mafiosa, era de verdad particularmente buena. Que sus crueldades eran creíbles porque estaban muy bien cimentadas. Que la manera que tenían los personajes de hablarse entre ellos era tan hiriente porque David Chase, el hermético showrunner, tuvo como uno de sus referentes a Tennessee Williams, autor, por ejemplo, de 'La noche de la iguana' y 'Un tranvía llamado deseo', esas obras donde los personajes, devastados por la vida, siempre tienen algo de energía extra para hundir hasta el derrumbe al que tienen al lado.
La serie tiene demasiadas variables interesantes desde el primer momento. Para empezar, esto no es Nueva York, la ciudad más importante del mundo: es la ciudad dormitorio, la eterna sombra, Nueva Jersey. Los tiempos tampoco son los más florecientes para el negocio (hablamos de la recogida de basuras, por supuesto), e incluso se ha perdido gran parte de la elegancia, el decoro, el respeto, la sustancia. Incluso la italianidad está muy diluida y cayendo en desuso (el padre de Tony, en los flashbacks, es clavadito a Fellini, otra de las influencias reconocidas de Chase).
Esta sensación continua de decadencia la tiene clara el mismo Tony: «sé que no llegué al principio para construirlo desde cero, pero tengo la sensación de que ni siquiera llegué a medias. Esto es el final». Y además, nuestro cabeza de familia no es un impasible Marlon Brando, elegante hasta cuando le disparan, es un hombre impulsivo y corpulento con ataques de pánico que entra por primera vez en su vida en la consulta de una psicoterapeuta.
Ya con eso lo tendríamos. La doctora Melfi —su exacta opuesta, de otro planeta, a ratos una figura materna, a veces una atracción inquietante— tiene que intentar deconstruirle, desentrañando poquísimo a poco qué le pasa a este hombre: una crisis vital irresoluble porque atenta contra lo más profundo que tiene, las dos acepciones de la palabra familia. El terror a que la familia biológica directa (Carmela, A.J. y Meadow) huya como aquellos patos en el sueño por la existencia de su otra familia, la laboral, con sus estrictos y ortopédicos códigos asesinos, pero a la que no puede dejar de pertenecer. Honor, familia, lealtad. No todos se lo toman tan en serio, porque no todos tienen la presión de ser el jefe.
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No hace ninguna falta recalcar la importancia y el reconocimiento de 'Los Soprano' («la serie que empezó a hacer cine en la tele», «la que hizo que ahora tengamos series tan buenas», la que, junto a 'The Wire' poco después, dio alas a HBO para convertirse en gran marca de prestigio…), ni tampoco hace falta hacerlo con Tony: el antihéroe que consigue gustarnos pese a ser un asesino terrorífico, el hombre que vemos descomponerse en una batalla durísima consigo mismo y sus barreras mentales, la lucha entre una tradición estricta y el espíritu humano, el precursor de 'Breaking Bad' y tantas otras… Es un macho enfadadísimo consigo mismo por no poderse controlar: «¿dónde quedó el tipo Gary Cooper? Silencioso, duro…», se lamenta. La revancha cósmica es la depresión e intento de suicidio de su propio hijo, de la que se culpa inmediatamente a sí mismo. Pero no todo son lamentos: Tony sufre pero disfruta, es honorable pero traicionero, es franco pero mentiroso. La hipocresía de vivir en una secta como cualquier otra. Es un tipo callejero, pero al menos sabe diferenciar Notre-Dame de Nostradamus. Teme perder a su familia, pero es un gran infiel y Carmela se divorcia.
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Los sueños surrealistas, gran marca de la casa de la serie que pocos han sabido imitar bien, nos mostraban a un Tony verdaderamente vulnerable. Son los únicos momentos. Ni siquiera los ataques de pánico le hacen parecer sobrepasado —se asemejan más a infartos, de hecho—. El pulso helado de Tony al matar uno tras otro a sus colaboradores, a sus protegidos, al irse quedando solo, solísimo, por mucho que cada vez todo pierda más y más sentido. La muerte de Christopher (magnífico Michael Imperioli) es el punto más bajo de todos. La traición absoluta a la doble familia. Y llega el final, el famoso final, el icónico final. Y entonces, ese pánico al abandono que le amenaza toda la serie, podríamos decir, no acaba mal del todo. Pase lo que pase en el 'Don't Stop Believin' del último episodio, lo que sí sabemos es que Tony Soprano, finalmente, termina su historia acompañado.
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