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Tengo sobre la mesa una taza en la que pone 'Bartlet for America', el eslogan que Leo McGarry escribió en una servilleta de papel y que, años después, un Bartlet ya presidente le devolvería enmarcada. La taza, llena de bolis y rotuladores, me proporciona la ilusión de haber participado en la campaña electoral escribiendo los discursos del único político al que todos habríamos votado sin dudarlo, un presidente que solo existe en la imaginación de Aaron Sorkin, pero cuya figura ha calado en el imaginario colectivo: no solo sus discursos han sido copiados, burdamente, por más de un advenedizo, sino que, en 2008, Sorkin recreó para The New York Times un encuentro entre Jed Bartlet y el senador Barack Obama, que acude a él para que le aconseje en la recta final de su campaña. Pero, por si esto no fuera suficiente demostración de la trascendencia de Bartlet en la política actual, en 2012 Martin Sheen grabó un vídeo apoyando el Medicare, el seguro médico público de Obama para discapacitados y ancianos. Un presidente de ficción auxiliando a otro real.
Bartlet posee todas las cualidades que atribuimos al político perfecto. Galardonado con el Premio Nobel de Economía, habla latín y cita la Biblia y a los clásicos con un punto de pedantería, pero con la misma soltura con la que otros citamos a Belén Esteban. Católico y un tanto sentimental, que no ingenuo, es un hombre cabal, decente e idealista al tiempo que pragmático, y defiende sus principios con energía y determinación. Pero Bartlet también tiene sus dudas, sus inseguridades y sus sombras: ahí está el asesinato del ministro de defensa de Qumar o la ocultación de su grave enfermedad al pueblo norteamericano. Afortunadamente, hasta en eso Sorkin es un maestro: imposible olvidar el episodio 'Dos catedrales', en el que un Bartlet devastado (la noticia de su enfermedad trasciende al tiempo que muere en accidente de tráfico su colaboradora más querida, la señora Landingham) se rebela frente a Dios cuando, en realidad, se está enfrentando a él mismo. En los compases finales del capítulo, una tormenta tropical abre las ventanas, suena 'Brothers in arms' y Bartlet, ante la pregunta de un periodista acerca de si se va a presentar a un segundo mandato, no contesta con palabras, sino con un gesto: metiéndose las manos en los bolsillos.
Pero ni Arturo sería rey sin su Camelot ni Bartlet presidente sin su equipo, el más trabajador, entregado, inteligente y verborreico (las brillantes y rapidísimas conversaciones se suceden mientras avanzan por los pasillos) que hayamos visto jamás. Ellos, al igual que su presidente, luchan contra sus propios fantasmas y sufren por las decisiones tomadas, pero son conscientes de que juntos pueden hacer un país mejor. Como dice Marcos Ordóñez, Sorkin siempre escribe sobre lo mismo: la fuerza del equipo. «Las cosas podrían ser de otra manera si formáramos una banda y nos enfrentáramos a los cobardes, a los mezquinos, a los muertos vivos que se empeñan en repetir que la batalla está perdida porque así ganan su guerra».
Sorkin, a través de 'El Ala Oeste de la Casa Blanca', de Jed Bartlet y de sus compañeros de aventuras y desventuras, nos hizo añorar una clase política que nunca ha existido: la que nos da esperanza, la que nos protege y nos aleja del abismo, la que pone la igualdad, la libertad y la justicia por encima de cualquier otra consideración, la que no piensa en las siguientes elecciones, sino en las generaciones venideras. También consiguió hacer tan atractivo a Bradley Whitford que acabamos enamorándonos de él. Pero esa es otra historia.
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