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La ficción española vive un momento dorado. Al menos es lo que nos venden desde un sector que parece no conocer el paro desde que las plataformas de internet se lanzaron a producir series de manera desaforada. Netflix inauguraba el pasado mes de abril sus primeros estudios en Europa, una factoría de contenidos que dará trabajo a una industria que ha acogido con los brazos abiertos a los recién llegados. Claro que una cosa es la calidad y otra la cantidad.
'Alta mar' es el último estreno español de Netflix, que ha vuelto a confiar en Bambú, la productora de 'Velvet', con la que hizo de forma conjunta 'Las chicas del cable'. La empresa de Ramón Campos y Teresa Fernández-Valdés apuesta esta vez sobre seguro y esquiva el riesgo de series más ambiciosas a nivel creativo, como las estupendas 'Fariña' y 'El caso Asunta'. Nos movemos en la estela de 'Gran Reserva', 'Gran Hotel', 'Velvet', 'Tiempos de guerra' y 'Las chicas del cable'.
'Alta mar' no engaña: estamos ante un culebrón revestido con ropajes elegantes y poblado de rostros guapos. En vez de un hotel de principios del siglo XX, unas galerías comerciales o la Telefónica, la acción transcurre en el claustrofóbico espacio de un transatlántico, el 'Bárbara de Braganza', que navega de Vigo a Río de Janeiro en los años 40. Un asesinato y ocho capítulos para desenredar una trama inspirada en las novelas de Agatha Christie.
Un 'Cluedo' que arranca cuando embarcan dos hermanas adineradas que han perdido a su padre (Ivana Baquero y Alejandra Onieva); la primera quiere ser escritora mientras la segunda va a casarse con el dueño de la naviera (Eloy Azorín). Colar en el barco a una extraña que pide ayuda (Manuela Vellés) escondiéndola en el baúl del equipaje antes de que, presuntamente, acabe siendo arrojada por la borda precipitará los acontecimientos. En el pasaje también figuran el tío de las protagonistas (José Sacristán), un apuesto oficial (Jon Kortajarena), el atormentado capitán, que acaba de quedarse viudo (Eduardo Blanco), y un detective encargado de esclarecer el asesinato (Antonio Durán, 'Morris', el escalofriante Charlín de 'Fariña').
'Alta mar' luce empaque de producción. Los distintos escenarios del barco, el vestuario y los efectos digitales a la hora de mostrar la partida del barco están dignamente resueltos. Posee esa pátina fotográfica del resto de productos de la factoría Bambú, como si se le hubiera aplicado a la imagen un filtro de Instagram 'vintage'. Todo parece nuevo y reluciente. Todo es bonito, hasta los camarotes de tercera y los ropajes de las clases populares, que viajan en busca de una nueva vida en la bodega del transatlántico.
Según el diccionario de la RAE, 'folletín' en su segunda acepción significa «obra literaria, teatral o cinematográfica que presenta sucesos y coincidencias dramáticas y emocionantes, aunque a menudo poco verosímiles, con una escasa elaboración psicológica y artística, y cuyo argumento suele ser el enfrentamiento entre el bien y el mal». 'Alta mar' no esconde en ningún momento su condición de folletín. Las peripecias se suceden de manera mecánica, porque sí, enredando relaciones y situaciones para que el espectador se trague episodio tras episodio.
El precio a pagar para que un culebrón 'deluxe' se venda vía Netflix en Latinoamérica y el resto del mundo es precisamente la previsibilidad y ausencia de originalidad. El espectador que se apunta a 'Alta mar' sabe perfectamente qué va a ver y no quiere que le saquen de ahí. En realidad no hay personajes, sino clichés, estereotipos como esa mujer adelantada a su época –la única con pantalones del barco– que encarna Ivana Baquero o el ricachón tarambana y bohemio que exagera Tamar Novas. Huérfanos de una dirección de actores, José Sacristán y Morris deambulan por el plató esperando el cheque.
'Alta mar' desaprovecha la lucha de clases a bordo, a la que, sin ir más lejos, James Cameron sacaba chispas en 'Titanic' y confía muy poco en un espectador de plataformas que pide algo más que teatrillo filmado. La Guerra Civil recién concluida no existe -no vayamos a complicar las cosas- y la música omnipresente remarca los momentos álgidos con la sutilidad de un bocadillo de chopped. De los morritos que pone Jon Kortajarena hablaremos otro día.
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