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Anton Merikaetxebarria
Miércoles, 1 de julio 2020
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Decir Olivia de Havilland es evocar una de las presencias femeninas más legendarias de la historia del cine. Su lema fue siempre: «Never give up» (nunca te rindas). A sus increíbles 104 años (nació en Tokio el 1 de julio de 1916, de padre diplomático y madre actriz), la estrella más longeva de Hollywood se trasladó a California a los 3 años, tras la separación de sus progenitores. Su inquebrantable espíritu de superación le hizo sobrevivir a numerosas enfermedades, a su divorcio del escritor Marcus Goodrich (con el que tuvo un hijo, Benjamin), así como a dolorosos desencuentros con su hermana, la también oscarizada actriz Joan Fontaine ('Rebeca', 1940). Trabajos ante las cámaras con directores del calibre de Raoul Walsh, Michael Curtiz, William Wyler, Robert Siodmak o Robert Aldrich y junto a astros como Errol Flynn, Clark Gable, James Cagney, Montgomery Clift o Aland Ladd dan fe del talento y la popularidad de una de las actrices más versátiles del Hollywood de la edad de oro.
Sus inclinaciones artísticas le hicieron debutar en los escenarios teatrales allá por 1933, con 'El sueño de una noche de verano', previo contrato con el prestigioso director escénico austríaco Max Reinhardt para encarnar en el cine el personaje de Hermia, en la película del mismo título producida y dirigida por el propio Reinhardt, en colaboración con el director alemán William Dieterle. A continuación, firmó un contrato de 7 años con la Warner Bros., donde interpretó toda clase de papeles con su habitual competencia, pero ninguno de forma tan excelsa como en 'Robín de los bosques' (Michael Curtiz y William Keighley, 1938) y 'Murieron con las botas puestas' (Raoul Walsh, 1941). Curiosamente, en 1943 pleiteó con éxito para reiscindir su contrato con dicha productora, lo que supuso un precedente legal muy importante para las actrices estadounidenses.
Mención aparte merece su personaje de Melania en la superproducción de David O. Selznick 'Lo que el viento se llevó' (Victor Fleming, 1939), ganadora de 11 Oscar y una arrolladora carrera comercial a escala mundial. Sin embargo, en España no se estrenó hasta mucho más tarde, concretamente hasta el 17 de noviembre de 1950. Olivia de Havilland fue olvidada en el palmarés y la codiciada estatuilla le llegó por partida doble con dos títulos posteriores: 'La vida íntima de Julia Norris' (Mitchell Leisen, 1946) y 'La heredera' (William Wyler, 1949). Fue el punto álgido en la filmografía de una actriz hipersensible, que ya nunca recuperaría. En 1955 se casó con Pierre Galante (naciendo Giselle), director de la revista 'Paris Match', para instalarse en París de forma definitiva.
En la Ciudad de la Luz publicó una autobiografía 'Every Frenchman has One' ('Cada francés tiene uno', se refiere a un hígado, no a una amante), donde pasa revista a sus experiencias profesionales y sentimentales con singular perspicacia. Hasta el punto de que en algún momento ha llegado a decir: «A mí no me importa verme en mis películas antiguas. Tengo sentido del humor». Asimismo, no se corta un pelo al afirmar: »Hay admiradores dispuestos a lo que sea, que pasan del amor al odio en un santiamén«. Sea como fuere, resulta innegable su impronta en la historia del cine clásico, no sólo por su talento interpretativo, sino por su acogedora sonrisa que, por un lado desarmaba a su 'partenaire', mientras que por otro disimulaba un carácter tímido, reservado.
Y es que esta actriz carece del narcisismo de una estrella de cine tradicional, a pesar de su dilatada carrera que abarca un período de más de 40 años, puesto que su último trabajo ante las cámaras data de 1979: 'El quinto mosquetero' (Ken Annakin). Por otra parte, Olivia de Havilland fue siempre consciente de que la artificiosa belleza que en su época transformó a las estrellas de cine en diosas de la gran pantalla, con el paso del tiempo no sería más que un nostálgico recuerdo del Hollywood de los años 20, 30 y 40. Es evidente que el culto a todas aquellas luminarias -incluidas Greta Garbo, Ava Gardner, Rita Hayword, Ingrid Bergman, Marilyn Monroe, Audrey Hepburn o Grace Kelly- propagaba de manera sofisticada el glamour, la imagen ideal de un determinado tipo de mujer.
Ella, sin embargo, mantuvo en todo momento una prudente distancia con el 'star system', ya que supo matizar con exquisita elegancia sus interpretaciones, hasta el punto de que los tiernos corazones de sus múltiples admiradores se abrieran de par en par ante su desarmante atractivo, sobre todo cuando dejaba caer sus párpados y lentamente levantaba los ojos hacia la cámara. Al andar parecía flotar, como si sus pies no tocaran ya el suelo, lo cual reforzaba su singular encanto, aparentemente frágil. El que mejor lo supo ver fue George Cukor, a quien ella rindió siempre tributo de admiración y respeto. Fue este cineasta quien le dio el mejor consejo de su carrera: «Habla bajo, si hablas de amor». Así pues, feliz cumpleaños para esta inolvidable dama del cine, que ha sabido envejecer en un feliz estado de reposo, generosidad y libertad.
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