La deriva
Opinión. «No todos los días el país pasa por el amargo trago de ejecutar el precepto 155. Hay que dirimir responsabilidades» Rafael Álvarez Gil
A José Bono no le gustaba la deriva que iba tomando la aprobación del último Estatuto de Autonomía de Cataluña. Deseaba irse a marchas forzadas del Ministerio de Defensa como manera de simbolizar que no estaba de acuerdo con la política territorial de José Luis Rodríguez Zapatero. También Alfonso Guerra se encargó de afirmar que nadie se preocupara una vez que el poder legislativo le pasó el cepillo en Madrid. Aquello sonaba mal entonces. Mariano Rajoy hizo oposición feroz con este tema sacando a las plazas y calles mesas petitorias, aún la derrota inesperada en 2004 causaba estragos en el cuartel general de Génova. Guste o no, en Cataluña tienen la percepción de que han sido desde hace más de una década motivo de frentismo político. Ojalá las diferentes sensibilidades que tuvieron que existir en los dos grandes partidos se hubieran movido mejor. Pero el bipartidismo era dominante, la economía iba mejor que nunca y nadie quería aguar la fiesta. Hasta el ministro de Administraciones Públicas, Jordi Sevilla, calló al ver que otros correligionarios lograron más confianza de Zapatero una vez instalado en La Moncloa.
Zapatero tragó con la reforma estatutaria porque sin el apoyo del socialismo catalán no hubiese ganado a Bono en aquel apretado 35º Congreso. A la izquierda le faltó mayor cintura con la cuestión territorial y aquella España plural que dibujaba Zapatero despertó males históricos que permanecían latentes. El PP lo aprovechó. La crisis económica gestó el rechazo social pertinente. Y, para rematar, el nacionalismo catalán otrora pactista se echó al monte y rompió el consenso de 1978. Las responsabilidades son múltiples y nadie quiere hacerse cargo de por qué hemos llegado a esta situación, encima judicializada y que probablemente arroje el 21 de diciembre en las urnas un más de lo mismo.
A buen seguro, Ciudadanos podrá comerse el territorio electoral del PSC y del PP. Las dos grandes siglas son en Cataluña ciertamente residuales. Y eso preocupa. No disponen ambos de la fuerza suficiente para vencer al nacionalismo catalán reeditando intentos como aquel en el País Vasco protagonizado por Jaime Mayor Oreja y Nicolás Redondo para sacar al PNV del poder. Por las urnas no hay manera.
El artículo 155 de la Constitución ha acabado con mitos y fantasmas. La facilidad con la que se puede intervenir la autonomía asusta a los nacionalismos periféricos. Nadie lo tenía previsto. Y tener mayoría absoluta en el Senado es cosa sencilla amén del sistema electoral que designa a sus representantes y la parte que envían los Parlamentos autonómicos. Lo suyo sería que Rajoy convocase elecciones generales en 2018. No todos los días el país pasa por el amargo trago de ejecutar el precepto 155. Hay que dirimir responsabilidades. Pero si el éxito se lo lleva en un mes Ciudadanos, las dudas de Rajoy al respecto aumentarán. Eso sí, el PP da por perdida Cataluña en términos electorales. Si acaso le permite afianzar su posición en la España profunda. Lo lleva haciendo desde 2004. Lo malo es que ahora, a diferencia de cuando venían bien dadas en la economía, se puede romper la estructura territorial. Y esta vez, en serio.