El Nobel de la discordia: cuando la paz se premia sin compasión
El Nobel otorgado a Machado se convierte en un gesto político cargado de ambigüedad moral. Parece más una intervención geopolítica que una declaración ética
José Antonio Younis Hernández
Las Palmas de Gran Canaria
Domingo, 12 de octubre 2025, 22:36
La concesión del Premio Nobel de la Paz a María Corina Machado encierra una paradoja moral difícil de disimular. No se premia aquí a quien ... haya contribuido a construir puentes entre los venezolanos, sino a quien ha erigido su liderazgo sobre la fractura y el resentimiento. Su discurso no ha estado orientado hacia la reconciliación nacional ni hacia el cuidado de las víctimas de ambos bandos, sino hacia la reafirmación de una identidad política asociada a las élites urbanas, empresariales y mediáticas del país. Este reconocimiento, lejos de representar un homenaje a la paz, parece legitimar una visión de la política como campo de confrontación moral entre 'buenos' y 'malos', donde el adversario se convierte en enemigo irreconciliable y no en interlocutor posible.
La historia del futuro se desplegará en tres registros: la historia de la vergüenza moral, la historia del maquiavelismo político y la historia psicológica del silencio de los corderos. La primera narrará cómo se honró con el símbolo más alto de la paz a una figura incapaz de practicarla. La segunda revelará cómo los intereses geopolíticos globales degradaron el valor moral de los premios humanitarios, transformándolos en piezas diplomáticas. La tercera, la más dolorosa, mostrará la pasividad del mundo -esa anestesia de las conciencias- ante la sustitución del ideal de paz por el espectáculo político.
El Nobel de la Paz, en su sentido más profundo, debería simbolizar la capacidad humana de transformar el conflicto en entendimiento, de pasar del poder sobre los otros al poder con los otros. Debería honrar a quienes han arriesgado su posición, su seguridad o su prestigio por recomponer el tejido social y devolver dignidad a los olvidados. Nada de eso aparece en la trayectoria pública de Machado. Su figura ha estado marcada por la confrontación retórica, la exaltación del antagonismo y una narrativa de salvación nacional en la que ella y su grupo político aparecen como los únicos depositarios de la verdad y la decencia. En lugar de tender puentes, ha cavado trincheras; en lugar de propiciar diálogo, ha reforzado las jerarquías sociales y morales que fragmentan al país desde hace décadas.
Esa fractura no es accidental, sino constitutiva de su liderazgo. La historia de la vergüenza moral comienza precisamente ahí: en la incapacidad de reconocer el sufrimiento del otro. Cuando el Comité Nobel premia a quien no ha practicado la compasión política ni el diálogo con los sectores excluidos, se produce una inversión simbólica que hiere la ética de la paz. Se otorga legitimidad moral a una causa parcial, se ennoblece la lucha de una élite desplazada que busca recuperar el poder, no la reconciliación de un país dividido. El premio, que debería honrar la empatía, se convierte en aval del privilegio.
Desde la perspectiva de la militancia compasiva, el problema no es solo político sino ético. La compasión no es un sentimiento blando, sino una forma de inteligencia moral que exige reconocer el dolor del otro, incluso cuando el otro no piensa como nosotros. Una militancia verdaderamente compasiva entiende que la paz no se impone desde el poder, sino que se teje con paciencia desde la escucha, la reparación y la justicia compartida. Machado, en cambio, ha construido su figura pública sobre la negación de la legitimidad moral del adversario: no hay en su discurso lugar para el reconocimiento del sufrimiento popular que siguió creyendo en el proyecto bolivariano, ni para la autocrítica sobre el papel histórico de las élites en la desigualdad estructural del país.
Su lucha ha sido, en esencia, la de una élite desplazada que busca recuperar el control del Estado, no la de una sociedad que intenta reconciliarse consigo misma. No hay en sus palabras ni en sus gestos la ternura política de quien escucha a los que han sido marginados, ni la voluntad de diálogo con los sectores empobrecidos o con los movimientos sociales que trabajan desde abajo por una Venezuela más justa. Su defensa de la libertad se ha confundido con la defensa del privilegio; su cruzada contra la dictadura, con una restauración moralista del orden que favorece a los suyos.
En este punto comienza la historia del maquiavelismo político: la que explica cómo el Comité Nobel, en lugar de premiar el valor civil de quienes construyen paz desde la compasión, opta por premiar a quien representa los intereses estratégicos del bloque occidental. La paz se convierte así en un instrumento de poder blando, un emblema de propaganda. No se reconoce el mérito ético de una trayectoria, sino la utilidad simbólica de una figura conveniente. Lo que se consagra no es la paz, sino el relato: la narrativa del liberalismo moral como contrapeso al autoritarismo latinoamericano. Y al hacerlo, el Nobel renuncia a su independencia ética, degradando su sentido original.
Pero la historia no termina ahí. La tercera, la historia psicológica del silencio de los corderos, es la más preocupante porque nos incluye a todos. Es la historia de la aceptación resignada, de la indiferencia global ante la incoherencia moral. Las multitudes aplauden sin interrogar, los medios reproducen sin matices, los gobiernos celebran sin preguntarse por la verdad profunda de la paz que dicen defender. Se celebra un simulacro mientras los verdaderos constructores de paz -médicos, cooperantes, periodistas, maestros, defensores de derechos humanos- siguen trabajando en la sombra, sin premios ni cámaras. Ese silencio cómplice, esa normalización del cinismo, es el síntoma más grave de nuestra época.
En este contexto, el Nobel otorgado a Machado se convierte en un gesto político cargado de ambigüedad moral. Parece más una intervención geopolítica que una declaración ética. No premia la paz como proyecto de justicia, sino la narrativa conveniente de una oposición liberal presentada como heroína frente al autoritarismo. Se trata, en el fondo, de un uso simbólico del premio como arma diplomática, no como homenaje a quienes encarnan la compasión activa, la reconciliación o la mediación en zonas de conflicto.
El mensaje implícito que envía este galardón es inquietante: se puede recibir el Nobel de la Paz sin haber sido agente de paz, basta con representar los intereses geoestratégicos correctos. Y esa es, en última instancia, la historia de la vergüenza moral que quedará escrita: la del mundo que confundió la paz con la propaganda, la compasión con la conveniencia.
Mientras tanto, hay organismos que sí encarnan esa militancia compasiva global -Médicos Sin Fronteras, UNRWA, Save the Children o Human Rights Watch, entre muchos otros- que actúan donde la humanidad se derrumba: en el Sáhara, en Gaza, en Sudán, en Tigray, en Myanmar o en el Congo. Son ellos quienes detienen genocidios, curan heridas y salvan vidas sin esperar aplausos. Y, sin embargo, el Comité Nobel los ignora.
Por eso, la pregunta final resuena con amarga claridad: ¿por qué no se ha concedido ese mismo reconocimiento a quienes realmente luchan por detener las guerras y los genocidios que asolan el planeta, allí donde la compasión no se premia, pero sigue siendo lo único que mantiene con vida a la humanidad? Mi premio nobel es para otra mujer, y la historia se lo concederá. La historia moral, política y psicológica dará el premio Nobel a la relatora sobre Derechos Humanos para la ONU, Francesca Albanese.
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