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El filósofo holandés Johan Huizinga, en su 'Homo ludens' —un fascinante estudio sobre el fenómeno cultural del juego—, escribió: «En nuestra conciencia el juego se opone a lo serio. (...) La risa se halla en cierta oposición con la seriedad, pero en modo alguno hay que vincularla necesariamente al juego. Los niños, los jugadores de fútbol y los de ajedrez juegan con la más profunda seriedad y no sienten la menor inclinación a reír.» En este mismo sentido se pronunció este lunes Pepe Sacristán en San Sebastián, donde recibió el Premio Nacional de Cinematografía, en un bello discurso en el que se mostró agradecido por sus sesenta años de camino profesional: «Vaya suerte, más de sesenta años sin dejar de jugar».
Lo cierto es que pocas personas han jugado tan en serio en su vida como Sacristán: lo recordamos, como a Clark Kent, involucrado en aquel intento de atentado contra Primo de Rivera de día y transformado en Flor de Otoño por la noche; o volviendo de Alemania a bordo de aquel Mercedes que ocultaba más penurias de las que decidía mostrar; o como a aquel diputado que conjugaba como podía su papel en la turbulencia política de la transición con una homosexualidad que no terminaba de aceptar; o en la piel del agónico Martín Marco —personaje inventado por Camilo José Cela y reinterpretado por Mario Camus—, casi siempre sentado en la misma mesa del café 'La delicia'; o de titiritero, o de teniente, o de profesor siniestro, o de asesino con asuntos pendientes. O subido a las tablas, esta vez en solitario, interpretando una adaptación de 'Señora de rojo sobre fondo gris' en la que se vuelve a descubrir como un verdadero 'homo ludens': un hombre muy serio que no se cansa de jugar.
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