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A base de sangre y fuego no se resuelve casi nada. Por no decir que absolutamente nada. Un claro ejemplo es el conflicto entre Israel y Palestina, que se ha recrudecido hasta límites insoportables tras la deleznable campaña puesta en marcha por los primeros tras la salvajada del pasado otoño cometida por Hamas.
España ha reconocido esta semana, junto a Noruega e Irlanda, el estado Palestino. «La tierra y la identidad de Palestina seguirá existiendo en nuestros corazones, en la legalidad internacional y en el futuro de un Mediterráneo en armonía», dijo el presidente Pedro Sánchez en una comparecencia en el Congreso de los Diputados en el que habló de un estado compuesto por «Gaza, Cisjordania y con Jerusalén Este como capital».
Se trata de un paso adelante en busca de la paz en la zona, que solo será una realidad cuando haya dos estados y sus respectivos gobiernos aprendan que lo importante es la buena convivencia.
El anuncio de la pasada semana forma parte de una política internacional que, para ser efectiva y creíble, debe cimentarse sobre algo tan elemental como la coherencia. A día de hoy, cojea, porque parece un gesto oportunista más que real. El castillo se desmorona con hacer un poco de memoria. Recordemos que en marzo de 2022, el mismo Ejecutivo encabezado Sánchez dio un giro a la política internacional española y aceptó la idea marroquí de convertir en una autonomía más de su territorio las tierras que invadió en el Sáhara Occidental. ¿Por qué dos estados es única y lógica solución entre Israel y Palestina y no entre Marruecos y el Sáhara?
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