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Las tres niñas encontradas hace algunas semanas en un prostíbulo de Lanzarote son hijas del Gobierno de Canarias. Menores sin medidas judiciales pero en régimen de acogida residencial, o sea, con la llave de la casa para entrar y salir según les venga en gana. No hacen falta muchas pesquisas para adivinar el desorden familiar que acabó con sus huesos hundidos en este barco. Tampoco sería novedoso el perfil del lobo que las llevó al huerto a base de untarlas con drogas y dinero barato.

Lo extraño es que estas cosas pasen, porque dinero no le falta a la administración competente y tampoco anda escaso de recursos educativos. Si hay 300 millones para arreglar carreteras, seguro que será porque necesidades más importantes están, más que atendidas, resueltas. Si los presupuestos públicos ingresan más que nunca, sin duda van a mejorar la vida de quienes peor lo pasan. El cuidado de los menores teóricamente protegidos por las administraciones públicas resultaría además un ejemplo modélico de descentralización de poderes, porque cabildos y ayuntamientos comparten la custodia y la tarea de recomponer los pedacitos de estas almas en pena antes de que cumplan los 18 años. Después, nadie sabe si hay después.

Esta misma semana, acaso por pura coincidencia, un comité de funcionarios vino a decir en público que el servicio de atención a los menores en desamparo está muy mal en Canarias, porque no se contrata a nadie desde el año 2000, ni se cubren las vacantes. Llevan 18 años de retraso en las reclamaciones, y se percatan ahora de que apenas son 18 especialistas para atender a los 2.000 chiquillos que dependen de ellos. El número es ficticio, porque sólo el año pasado llegaron 600 casos nuevos a la oficina. A quién le importarán estos seres insignificantes, si el público prefiere criar perros antes que cuidar hijos.

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