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Una Rusia con dos vocaciones

Una Rusia con dos vocaciones

Opinión ·

No obstante, la tendencia esencialista de Putin, los territorios de la Federación Rusa actual siguen poblados por seres humanos que albergan ese doble espíritu de mirada a Occidente como vocación, por una parte, y de ensimismamiento eslavo, por otra

Sábado, 11 de marzo 2023, 11:31

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Desde los tiempos del zar Pedro el Grande (medía 2,3 metros de altura), allá por los siglos XVII-XVIII, se generó en la Rusia de entonces una doble tendencia en la cultura: la de los eslavófilos y la de los prooccidentales.

Y esa doble tendencia fue contemplada en la gran literatura decimonónica de ese inmenso territorio, tanto en la gran novela de León Tolstoi, Guerra y paz, con los personajes del conde Pedro Bezhucov, eslavófilo, y del príncipe Andrei Bolkonski, prooccidental, como en la otra gran obra de Fedor Dostoievski, Los hermanos Karamazov, donde habitan protagonistas abiertos a Occidente y otros que solo buscan nutrirse de las esencias profundas del pueblo al que pertenecen.

En su prooccidentalización, Pedro el Grande abrió sus inmensos territorios euroasiáticos al mar Báltico con la fundación de San Petersburgo, luego Leningrado, como una ventana a la civilización que tanto lo fascinaba.

En 1922 se fundó la Unión Soviética y hasta su colapso en 1991, se sucedieron periodos de rusificación y de apertura en distintas intensidades, y tras ser sustituida la URSS por la Federación Rusa, después de 1992, esos pueblos se decantaron por una eslavofilia que Vladimir Putin, en sus distintos mandatos presidenciales, no ha hecho sino radicalizar. Hoy esa Federación Rusa de Putin presume de estar constituida por veinticuatro repúblicas, entre las que incluye las anexionadas a Ucrania: Crimea, Lugansk y Donetsk.

No obstante, la tendencia esencialista de Putin, los territorios de la Federación Rusa actual siguen poblados por seres humanos que albergan ese doble espíritu de mirada a Occidente como vocación, por una parte, y de ensimismamiento eslavo, por otra; doble espíritu que bien podría generar en el seno de lo que hoy es el país más extenso del mundo una tensión que permanece en el inconsciente de sus ciento cuarenta y cinco millones de habitantes.

La invasión de Ucrania hace ahora un año no ha hecho sino poner a prueba la hipercentralización proclamada e impuesta por Putin en su inmenso feudo y su proyecto de rusificar todo aquello que antes era conocido como Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Mientras se resuelven estas estrategias entre la gran Rusia y su etnia particular y la hija pródiga Ucrania, que alienta sin titubeos su vocación occidental, UE y OTAN incluidas, los cadáveres se amontonan en los campos y las ciudades, y el mundo entero contempla impotente esas matanzas en un continente que siempre presumió de colocar a la razón por encima de las sinrazones de toda contienda bélica, aunque fuera testigo de dos grandes conflagraciones en el terrible siglo XX que parecía haber quedado como una centuria que jamás se volvería a repetir.

Curiosamente la única voz que ha empezado a hablar en serio (al menos así me lo parece) de un plan de paz es China, una república incluida en las potencias revisionistas junto a la misma Rusia, Irán y Corea del Norte, un plan de paz con doce propuestas que habrá que leer con mucho esmero, pues contiene recomendaciones tan enigmáticas como la de «respetar la soberanía de todos los países», que uno no sabe si habla de una Ucrania desgajada de sus provincias de Crimea, Lugansk y Donetsk, que ya la Federación Rusa incluye en su configuración política actual, o habla de una devolución de esos territorios a la Ucrania en lucha en estos momentos, pero un plan de paz con otras ofertas muy respetables, como son las de abandonar la mentalidad de Guerra Fría, el cese inmediato de las hostilidades, la protección de civiles y prisioneros de guerra, el resguardar seguras las centrales nucleares, el facilitar las exportaciones de cereales y otros ofrecimientos de distinto calado, pero no menos aconsejables.

El hecho de que justo un año después de la invasión rusa de los territorios ucranianos, China haya optado por poner sobre la mesa una fórmula para acabar con la pérdida de vidas humanas desde uno y otro lado del conflicto ruso-ucraniano, ya nos parece un gesto a tener muy en cuenta.

Al margen de las contradicciones que vive el pueblo ruso y de su posible progresiva autoflagelación entre los que miran para dentro y de los que miran para fuera de sus límites fronterizos, que podrían poner en serios aprietos el neoimperialismo de Putin, al margen de los aires de grandeza estadounidenses y de algunas dudas entre los europeos, llámense Hungría o Serbia, lo que Europa y el mundo civilizado de nuestros días han de imponerse es lograr un alto el fuego en Ucrania y la devolución de los territorios anexados, a medias o no, por una Rusia de Putin que ha convertido su sueño de regresar en la historia a la perdida URSS en un infierno de metralla donde caen seres humanos por el dichoso conflicto de lindes que ancestralmente ha gravitado sobre todos los pueblos de la tierra.

Nombrar la palabra paz en estos momentos ya parece un sortilegio que merece ser atendido por todas las partes en conflicto, especialmente si esa palabra la nombra un país con el potencial económico y político como China.

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