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El Consejo de Ministros aprobó ayer eliminar el uso obligatorio de las mascarillas en los recintos hospitalarios (salvo excepciones) y farmacias. Más allá de la idoneidad y necesidad de la derogación, lo que implica simbólicamente es el final de la pandemia. Y, por tanto, la apertura de una fase nueva en la que nos despojamos de todos los lastres del coronavirus tras unos años tumultuosos que no quisiéramos recordar ni volver a vivir. Así de claro. Fue una pesadilla. Por no mentar las muertes que se agolparon y causaron un dolor inmenso; y sin despedidas posibles. Claro está, el Boletín Oficial del Estado no podrá decir nada de esto, estipularlo negro sobre blanco; habrá que esperar a las canciones, la poesía y demás ramas artísticas con las que las personas nos desahogamos y liberamos emociones.
Jamás pensamos que íbamos a vivir una pandemia. A todos nos afectó en cuanto a la autoestima. Unos menguaron anímicamente antes, otros después. Algunos resistimos bien el comienzo, otros fueron abatidos moralmente pasados los primeros meses. Era imposible resistir pulcramente el confinamiento, la exclusión social y la detención absoluta de la vida en la calle. En realidad, lo de pesadilla se queda corto. Cuando intento recordar la pandemia y el duro confinamiento en el hogar, la memoria me lo impide; es como si se activase un resorte que advirtiera que mejor no transitar a ese pasado.
Ahora toca retornar a la alegría. La alegría de la normalidad, de la plácida rutina. A los besos y abrazos. A los afectos. A los brindis por la amistad. Al pago de impuestos y gestiones burocráticas en la cola de la Administración. Eso es la vida. O eso lo fue durante décadas hasta que nos tocó lidiar con el coronavirus. Lo que era normal, dejó de serlo. Decretaron una guerra silenciosa en la que las muertes se sucedían por horas y minutos. Partes de guerra diarios con las bajas hospitalarias y en las residencias de ancianos. Urgencias atestadas. Un horror.
A buen seguro, esta última derogación en recintos sanitarios y farmacias podía haberse hecho antes: al compás de la retirada del uso de la mascarilla en los taxis, las guaguas y demás transportes. Aunque ya se sabe que siempre impera el sentido de la prudencia, el más vale pasarse que quedarse corto. Y hemos tenido que esperar unos meses más para visualizar este paso tan importante para que saboreemos la normalidad de antaño. Sin la cotidianeidad es imposible mantener la autoestima alta, individual y colectiva. No podemos ser ciudadanos en toda regla si no somos primero personas, con sus emociones y aspiraciones. Una cosa va unida a la otra.
No hay sociedad que se consolide si prima la apatía y tristeza que trajo consigo el coronavirus. Es esencial interiorizarlo. Eso sí, hay un aspecto positivo que ha dejado toda esta desazón: la concienciación de las enfermedades mentales que abundan y la obligación de que la sanidad pública refuerce los recursos asistenciales en el ámbito de la psicología y la psiquiatría. Pocos pueden costearse de su bolsillo esa ayuda médica. Y a muchos aún les retrae afirmar en público que necesita ayuda o que la ha necesitado en algún momento de su vida. No es debilidad, es ser sensato. Es un síntoma de madurez. Hay que volcarse en la ayuda mental. Urge.
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